Vanidades de China

Una reciente visita de tres semanas a China, pasando por cinco grandes ciudades, me ha permitido comprender unas cuantas certezas que definen el presente y seguramente el futuro de ese país mastodóntico. La primera es la presencia constante y enfermiza de la polución, un velo blanco de smog que tiñe siempre el cielo y la atmósfera de un aspecto lechoso. Durante todo el tiempo solo tuve dos días de sol y cielo azul, en Pekín, y como suele ocurrir con casi todo, me contaron que había una razón política: se celebraba el congreso anual del Partido Comunista y durante un par de semanas habían cerrado la mayoría de fábricas de cemento en los alrededores de la capital para que el aire fuera mejor.

La segunda certeza tiene que ver con el empeño por levantar grandes ciudades y concentrar la economía, construyendo monstruos de un urbanismo amorfo, núcleos que crecen a trompicones y que actualizan los servicios a medida que las necesidades de los habitantes los agotan. Un buen ejemplo es Suzhou, ciudad histórica a una hora en tren de Shanghái, y que es la tercera con mayor crecimiento económico de la última década. Desde el año 2000 la población se ha casi triplicado y, sumando el extrarradio, hoy en día cuenta ya con casi 11 millones de habitantes.

Vanidades de ChinaLa estructura urbana de Suzhou se revisa constantemente porque a menudo queda obsoleta. Actualmente se construyen tres nuevas líneas de metro que permitirán mayor movilidad, pero mientras tanto la gente que se lo puede permitir se mueve en coche y las calles están perpetuamente colapsadas o en obras. El viaje en tren hasta Shanghái es una sucesión de humedales (Suzhou es conocida como la Venecia de Asia) y un paisaje de grúas y bloques de pisos en construcción -algunos de ellos detenidos, probablemente a la espera de los planes de choque para superar la crisis económica-. A su vez, Suzhou tiene más de 25 universidades, una gran parte de origen extranjero, y recibe cada año más de 50.000 estudiantes procedentes del interior del país. Pese a los problemas, el atractivo histórico y social que genera Suzhou es evidente entre los jóvenes.

En este contexto, es fácil darse cuenta de que el Gobierno chino opera con una doble moral que no se esfuerza nada en disimular. Por una parte, se permite la irrupción de un comercio que favorece la presencia de las grandes multinacionales (en ninguna parte había visto tantas tiendas de Gucci, Vuitton, Hermès o Versace como en China). Estos bienes de consumo de lujo son vistos a menudo como recompensa por el esfuerzo del trabajo y como un argumento de ascenso social, pero también como elemento de modernidad y de conexión global con Occidente. Por otra parte, sin embargo, se censura internet y se limita la libertad de información, se elimina todo lo que puede criticar mínimamente al sistema chino, y se anula cualquier rastro intelectual crítico. Es decir, en todas partes está la imagen de Mourinho anunciando relojes carísimos (y los peatones saben quién es), pero los textos de George Orwell, por ejemplo, son inencontrables en las librerías.

Este control férreo del Gobierno chino tiene tal vez una brecha que puede hacerse más ancha con el tiempo y el poder adquisitivo, y es el culto a la personalidad individual, a menudo asociado a la idea del éxito. El comunismo solo perpetuó una imagen, la de Mao Zedong, y dicen que el presidente actual, Xi Jinping, representa una línea dura en el control de las libertades (como mínimo antes de que su nombre saliera en los papeles de Panamá). Pero hay señales. En Chengdu, capital de la provincia de Sichuan, de unos 15 millones de habitantes, visité un centro comercial inaugurado el año pasado. Me detuve en una tienda de ropa, de un diseño muy delicado, y un dependiente se me acercó para decirme en inglés que era de un diseñador chino y que allí, en aquella tienda, compraba «nuestra primera dama». Se refería a la mujer del presidente, la cantante popular y artista Peng Liyuan.

La idea de que China pueda tener una «primera dama» choca con el secretismo masculino que hemos conocido toda la vida. En la librería del mismo centro comercial, de una modernidad y diseño espectaculares, la sección de biografías estaba bien surtida con títulos que venden una esperanza asociada al poder y el dinero: de Messi o Cristiano Ronaldo a Barack Obama, Vladímir Putin o el astronauta chino Yang Liwei.

Este culto a la personalidad también afecta a la actualidad del gran Mao. Hace unos meses, alguien reveló por internet que en la provincia de Henan, en una zona rural, estaban construyendo una estatua faraónica de Mao, de 36 metros. Las imágenes filtradas mostraban un gran Mao dorado, sentado en medio del bosque, contemplativo. En dos días, todo un equipo desmanteló la estatua y ahora ya es historia. La versión oficial fue que «no se había seguido el proceso habitual» antes de la construcción.

Jordi Puntí, escritor.

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