Vargas Llosa

Una música de oboe se me ha colado en el corazón. La película «La misión» nos conmueve al relatar la historia de una pequeña reducción jesuita en el Brasil del siglo XVIII mientras suena la banda sonora de Morricone. Nos sobrecoge la perseverancia de los protagonistas, unos hombres idealistas que construyen en la selva amazónica un pequeño poblado en el que el Evangelio es compatible con la inculturación y una cierta idea de progreso. Las reducciones jesuíticas guaraníes, levantadas mayoritariamente por curas españoles en Hispanoamérica, son el único ejemplo en la Historia de una utopía más o menos exitosa, pues sobrevivieron unos ciento cincuenta años hasta su disolución. El resto de ensayos utópicos han sido una calamidad porque prometieron crear paraísos terrestres y edificaron infiernos sociales.

Muchos escritores, a lo largo del siglo XX, mantuvieron un idilio biográfico con utopías totalitarias. Unos, contumaces y con anteojeras de borrico, dedicaron sus ensayos, novelas y charlas al sostenimiento de tiranos y de sus satrapías. Otros, vacunados en su juventud contra el deslumbramiento de las utopías, se dedicaron después a denunciarlas en su narrativa y conferencias. Mario Vargas Llosa pertenece a esta segunda estirpe, pues es un intelectual coherente y comprometido, creador de una obra literaria de calidad descomunal y enaltecedora de quienes hablamos y pensamos en lengua española.

Cuando estudiaba en el instituto me quedaba embobado al escuchar en la radio o al ver en la tele a Vargas Llosa. Me sigue sucediendo. De joven, el de Arequipa tenía una apostura a lo Tyrone Power, y mantiene una rotunda presencia escénica, una elegancia de gestos y un discurso envolvente de fascinante solidez argumental amasado con palabras aterciopeladas. Su rostro cambia con velocidad de la reconcentrada seriedad a la risa, y tiene una mirada de escáner que acentúan los primeros planos de las fotografías.

Su lúcida defensa del liberalismo en diferentes tribunas supone un goce para la mente. Cuando recibió el Nobel en Estocolmo tuvo el arrojo de defender la ficción como un baluarte de la libertad frente a los regímenes opresivos y denunció el populismo zocato, y fue el orador que, al final de la multitudinaria concentración en Barcelona hace dos años a favor de la unidad de España, enardeció con su verbo de resonancias épicas a quienes asistieron o le escucharon a través de la radio, como fue mi caso. Yo iba conduciendo, y jamás me he emocionado más con una alocución, me he sentido más unido a mis compatriotas perseguidos y entendido con más hondura el sentido de la hispanidad. Aquella encendida defensa de la historia compartida de una nación y de la democracia contrastó y contrasta con los silencios acomplejados, crematísticos o cómplices de otros intelectuales sobre el independentismo catalán.

Hace poco, una antigua eurodiputada española de cuyo nombre no merece la pena acordarse berreaba contra la decisión de la biblioteca municipal de su ciudad de regalar libros de Vargas Llosa, al que tildaba de «misógino y machista». Obviamente no ha leído ni una novela del premio Nobel, porque pocas veces en la historia de la literatura se han escrito páginas de tanta hondura amorosa como las de «La tía Julia y el escribidor» o las de «Travesuras de la niña mala».

«El pez en el agua» es el título de sus memorias, cuya originalidad estriba en una doble estructura temporal y narrativa en la que nos cuenta su infancia y primera juventud y su breve inmersión en la política de su país natal, Perú. Su lectura enseña cómo la pasión escritora y el mundo de los afectos determinaron su vida, y cómo salió escaldado de la farragosa brega política, porque a fin de cuentas la misión de un intelectual de su talla es la construcción de una narrativa tan poderosa que convierte sus libros en clásicos actualizados.

Sus primeras novelas universalizaron no sólo Perú, sino la literatura hispanoamericana, y «Conversación en La catedral» sigue hechizando como si hubiese sido escrita anteayer. Él supo machihembrar la novela anglosajona con la americana desde un punto de vista estilístico y temático, y su fascinación por París le dio a su obra un toque afrancesado, cosmopolita, que transformó sus narraciones en la epifanía literaria de un europeísmo americanizado. O viceversa.

Este académico de la RAE que ha recibido los más prestigiosos galardones del universo literario mantiene un pulso consigo mismo que le lleva a no acomodarse, a no repetir fórmulas narrativas de garantizado éxito, pues siempre ha buscado nuevos caminos en la ficción que le han llevado a que algunas de sus obras puedan ser consideradas novelas históricas porque nos hablan del presente a través de un pasado no tan lejano. Esto sucede con «El sueño del celta», «La fiesta del chivo» y «Tiempos recios», su último libro.

«Tiempos recios» entronca con «La fiesta del chivo» y la única duda que tengo es la misma que con las dos primeras partes de «El padrino», de Coppola: no sé cuál es mejor.

Ambas novelas vargallosianas diseccionan los mecanismos de las dictaduras, los perfiles psicológicos de quienes ejercen el autoritarismo, la chabacana brutalidad de los sicarios y los tentáculos de la corrupción.

La literatura de Vargas Llosa es mucho más que un entretenimiento productivo, pues nos desentraña los misterios del deseo, de la ambición, de la amistad y de cuantas pasiones umbrías y luminosas empujan al ser humano. Su voz narrativa es de una originalidad tan inmarchitable como la cervantina o la quevedesca, y su tándem de nacionalidad peruana y española ejemplifica que América y España son unos vasos comunicantes históricos y un motivo de orgullo para quienes nacimos en la vieja nación de la piel de toro.

Hace algunos años, en Madrid, aplaudí tanto al final de la representación de su obra de teatro «El loco de los balcones» que las manos me ardían. Y es que me entran ganas de tocar las palmas cada vez que lo escucho o lo leo, porque su literatura no es otra cosa que la celebración de la vida y el festejo de la libertad.

Emilio Lara es Historiador y escritor.

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