Variaciones sobre el silencio

Por Fernando García de Cortázar (ABC, 25/11/06):

Hace apenas una semana, un escritor que acaba de publicar una voluminosa oración civil por quienes fueron desposeídos y neutralizados durante la guerra de 1936, tras ésta y prácticamente hasta hoy, hacía entre otras muchas observaciones la siguiente: «La guerra civil está sometida a un pacto de silencio». Tiranía al parecer enraizada en las exequias de la dictadura, pues todo comienza hoy con la mala fama de la Transición, ¡ah! la Transición, esa madre y madrastra de todas las culpas enterradas. Tiranía a la que, por supuesto, no puede someterse la literatura, que debe entrar en las habitaciones oscuras, en los cotos vedados, en las zonas secretas.

Confieso que no es la primera vez que leo cosas tan peregrinas . Hablar de años de amnesias, decir que la barbarie unánime de 1936-1939 ha sido privada de luz o que desposeer a sus asesinados de vistas a la Gran Vía es obra de oscuros conspiradores, se ha convertido ya en un tópico fatigado entre montañas de artículos y reseñas de periódico. Lugar común por el que callejea nuestro ideólogo combativo, nuestros posmodernos debeladores de lo público, nuestros turistas de una revolución que ya no exige reto moral alguno ni tampoco riesgo personal en la apuesta, nuestros albaceas de la Memoria histórica y toda una columna de letra-heridos aficionados a luchar en guerras que ya fueron ganadas o perdidas y que, por eso mismo, ya no pueden obligarles a realizar opciones trágicas.

Toda esta indignación disfrazada de rigor crítico tiene muchas veces algo de fantaseo y hasta de afirmación arbitraria. Tal vez conviene recordar que el más contagioso de los fanatismos es el de los lugares comunes, porque éstos siempre están en el origen de toda intransigencia, y que de palabras-ensalmo y sentimentalismos inanes resulta poco probable alcanzar la justicia que tanto se dice buscar. Lo cierto es que si nos quedamos en la realidad y dejamos hablar al dato, si viajamos un poco por la cultura de nuestro siglo XX y revisamos la bibliografía existente sobre nuestra última guerra civil, nos damos cuenta enseguida de que ésta es la principal industria cultural española y que su hora de llamas y ceniza ha gozado de una atención creadora como ninguna otra de nuestra historia.

Ni la novela ni la poesía ni el cine ni la pintura ni la investigación rigurosa han apartado los ojos de esos días ensangrentados de vísperas. Si hablamos de historia, desde los años sesenta hispanistas y autores nacionales no han dejado de publicar obras desde el testimonio, el archivo y la hemeroteca, abriendo un anchuroso cauce de tinta donde cualquiera puede confrontar la realidad y los discursos mixtificadores que la enmascararon en los años de la dictadura. El censo de intelectuales e historiadores que han escrito sobre la guerra civil es tan caudaloso que su simple enumeración agotaría las posibilidades de este artículo. Muchos de ellos se reunirán la próxima semana en el Congreso Internacional de Madrid, donde, una vez más, quedará bien patente no sólo la prolífica atención que aquella guerra ha despertado en el mundo sino también los nuevos métodos de aproximación y abordaje empleados por el especialista para hacerla aún más inteligible.

Como recuerda un ensayo de reciente publicación -«Cine y Guerra civil española. Del mito a la memoria»-, la guerra civil también ha tenido su largo reflejo en el celuloide, aunque bien es cierto que dentro de las artes su mayor y más profunda huella se ha producido en la literatura. También aquí, desde la conmovedora velada de Manuel Azaña, la enumeración puede prolongarse en páginas y páginas que el tiempo arrastra hasta hoy. El drama bélico de 1936, su intrahistoria, sus esperanzas y frustraciones, sus sañudos vengadores y exaltados ilusos, sus hábitos y rutinas, sus héroes y reptiles, sus humillados, amenazados y perdidos, han sido convocados por la palabra de Arturo Barea, Max Aub, Ramón J. Sender, Francisco Ayala, José María Pérez Prat, Camilo José Cela, Francisco Umbral, Juan Eduardo Zúñiga... Literatura y guerra civil, por ejemplo, son absolutamente indisociables en el territorio novelístico de Juan Benet, y el terrible y odioso tajo que partió en dos la España añorada por Emilio Prados -pero, ¡ay!, tan sólo cuando era primavera en España- ha sido la escena originaria y dolorosa desde la que han esculpido su obra muchos de los poetas y novelistas de la posguerra y no pocos autores posteriores.

¿No resulta extraño el silencio cuando está lleno de voces? ¿El olvido, cuando está poblado de palabras y de historias que son eco impreso que no se extingue? Siempre me ha parecido inquietante el pasado que se reconstruye como espejo combativo de los conflictos políticos del presente. El tiempo cuando no absorbe fechas, nombres... cuyas lápidas manchadas de sangre, cuyas puertas cerradas no dejan de abrirse con oportunismo y hasta falsa piedad.

Lo que se produjo durante la Transición no fue un abrazo de silencios ni de amnesias pactadas, como subrayan algunos maestros del marketing de sí mismos, sino un consenso para abandonar -y era de suponer que definitivamente- el mundo magmático de las pasiones, para alejar el pasado herido del foro de la política y desamortizar su inflamable recuerdo dentro de un debate intelectual fundado en documentos, argumentos y datos. La imagen que los historiadores han fijado a este trasluz no es ya, no podía ser, la épica de la cruzada, pero tampoco esa fábula consoladora, esa ilusión lírica de la izquierda que parece fascinar a tantos y que ha sido desmontada a base de rigurosos estudios.

Decía Pascal que el error proviene siempre de la exclusión. Goya, que vivió la guerra de 1808 como una guerra civil y cuyo juicio final de los vivos es más profundo que el de Miguel Ángel a los muertos, lo sabía al realizar sus Desastres. Por eso titula «Con razón o sin ella» una plancha donde un grupo de soldados franceses carga bayoneta en mano contra dos españoles, uno de los cuales agoniza en pie vomitando sangre. Y por eso en la siguiente, donde varios españoles descuartizan a hachazos y cosen a cuchilladas a sus enemigos caídos, aclara: «Lo mismo».

Todos sabemos que hubo un tiempo en que nuestros padres y abuelos lucharon en una guerra que fue muchas guerras, una guerra que destrozó a muchos de ellos para siempre y en la que todos fueron perdedores de algo: de la vida, de la tierra, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia...

Lo preocupante no es su olvido ni su silencio, porque no existe tal olvido ni tal silencio. Lo preocupante es repetir los errores del franquismo: perder de vista que el verdugo no fue uno ni estuvo en un solo bando, sino que contó con calurosos partidarios en el lado republicano y en el sublevado. Lo preocupante es consagrar una frívola manera de contar la historia que puede volverse contra el presente mismo, reduciendo la guerra civil a la superficial imagen de un conflicto entre un único culpable, encarnación del mal y el fascismo, y una riquísima legión de inocentes, encarnación del bien y la democracia. Lo preocupante es no dar su importancia real a la memoria, no saber que es siempre personalísima, que está hecha de consolaciones, que lastra y da aplomo al sentimiento, y al final encontrarnos en medio de una contienda de esquelas, estrellarnos contra un muro de muertos impasibles, de muertos acusadores, hieráticos e impasibles... Al final desenterrar en carne viva esas dos Españas que habíamos decidido convertir en historia, páginas de historia, pasado. Lo malo es ese plural al que parece que hemos vuelto en este tiempo de gritos: nosotros somos unos asesinos o unos asesinados, vosotros sois unos asesinos o unos asesinados, ellos son unos asesinos o unos asesinados...

Del pasado hay mucho que aprender, y también de su análisis crítico y su rememoración imaginativa, pero tanto mejor sería que no nos dedicáramos a viajarlo armados de esa arrogante nostalgia con la que Bécquer, oficinista cesante en Madrid, escribía de Garcilaso: «tipo completo del siglo más brillante de nuestra historia, ser la acción y la idea... ser soldado y poeta y morir luchando para descansar envuelto en los jirones de su bandera y ceñido del laurel del poeta». Porque, después de todo, Garcilaso también había sido el combatiente fatigado que escribió: «¿A quien ya de nosotros el exceso / de guerras, de peligros y destierro / no toca, y no ha cansado el gran proceso?»