Variedades de patriotismo

“Patriotismo” es uno de esos términos que ponen en guardia a cualquier progresista debido a las connotaciones reaccionarias que arrastra. Sin embargo, parece claro que tras una larga ausencia de los imaginarios políticos contemporáneos ha regresado para quedarse, lo que aconseja intentar reflexionar seriamente sobre él.

El discurso que pronunció Emmanuel Macron hace unos días en la conmemoración del fin de la I Guerra Mundial, oponiéndolo al nacionalismo, ha puesto en primera línea de la agenda política un abordaje de las variedades del patriotismo, concretamente, la posibilidad de una interpretación del término susceptible de ser asumida, con buenas razones, por un pensamiento progresista. Enumeremos algunas de estas razones y describamos, después, brevemente, algunas estrategias.

Hay que recolocar el patriotismo fuera de la oleada nacionalista ultraconservadora cuya idea de “país compartido” se desarrolla sobre coordenadas excluyentes, a menudo de carácter étnico, y de tendencia homogeneizadora. Esta interpretación nacionalista está frontalmente reñida con el carácter culturalmente heterogéneo y políticamente plural de las sociedades contemporáneas, así como con los ideales liberales a los que la revolución democrática se asoció en su origen. Para corregir este escoramiento se requiere, como primera estrategia, una desconexión respecto a esa corriente que sitúa el acento patriótico sobre una perspectiva defensiva y excluyente. No es casual que el nombre de la deriva securitaria de los Estados Unidos en la década pasada fuera el de Acta Patriótica. Esta interpretación debe ser sin duda evitada.

A continuación, procedería emprender un trabajo de reconexión, concretamente con una línea democrática, constitucional y progresista. La tormenta perfecta desencadenada por la acción conjunta de los procesos más alienantes de la globalización, la desafección institucional y la crisis de confianza en las democracias contemporáneas, parece acelerar un deterioro de la cohesión social que no tiene visos de resolverse con una simple apelación a un pacto social formulado en abstracto. El componente emocional, pese al discutible papel de las pasiones en política, parece un factor importante de imaginaria cohesión. Los riesgos de excluir a una parte de la población de estos circuitos de socialización, de ignorar la necesidad de un sentimiento de pertenencia o bien de imponer artificial y coercitivamente estas emociones, son elevados, además de probablemente contraproducentes.

La reconducción del patriotismo a un cauce democrático no puede venir por la fuerza sino por la convicción, no por la vía de la identidad sino por la identificación voluntaria. Detengámonos en cada uno de esos aspectos. En relación con el de la identidad, el patriotismo de corte progresista-democrático incidiría en el reconocimiento del derecho de pertenencia, pero con una inflexión fundamental: que este derecho no pertenezca en exclusiva a ningún colectivo, es decir, que nadie pueda quedar excluido de querer pertenecer a un colectivo determinado. En otras palabras, reconocido el derecho, se establecen unos límites de funcionamiento justo. Tampoco anula, para quienes necesiten sentimientos, el amor por lo propio. El sentimiento derivado de este ejercicio no sería una adhesión abstracta y fría, supuestamente opuesta al amor concreto y tangible por lo más próximo, sino que este aprecio de proximidad, bien conducido, podría ser un aprendizaje de consideración y compromiso cívico con círculos concéntricos de alcance cada vez más extenso. Nuestras identidades no serían identidades de partida sino, por así decir, de llegada: complejas y articuladas, modulables y reflexivas.

Respecto al aspecto de la identificación, un hipotético patriotismo producto de un proceso paulatino y voluntario de identificación, ilumina un par de elementos interesantes. Por un lado, dibuja una forma de compromiso político que deja espacio a la dimensión emotiva pero que a la vez relativiza y objetiva dicha dimensión, al invitar a que se construya en el contraste con otros sentimientos análogos a los que se reconoce la misma legitimidad. Bien está que uno tenga sentimiento de pertenencia, siempre que reconozca que este sentimiento no es patrimonio suyo en exclusiva. No hablamos sólo de tener derechos sino también de hacer los deberes. Por otro lado, este trabajo de autorreflexión propiciaría que las personas pensaran con calma sobre lo que son, aunque para ello se les haya de dar la oportunidad de planteárselo.

Esta oportunidad tiene sin duda sus potencialidades y sus peligros, pero en cualquier sistema político maduro parece obligado creer que, si es necesario, los ciudadanos han de poder repensar qué tienen o no tienen en común, y sobre todo qué deberían, por su propio bien, tener. Tal vez es la única forma de pasar de los apegos emotivos a compromisos normativos: mucho más sosegados, por tanto, mucho más efectivos.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

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