Vayan a votar; es bueno para el corazón

Muchos de los mayores crímenes de la historia tuvieron su origen, más que en el odio, en la indiferencia. Sus responsables fueron personas que podrían haber hecho algo, pero no se molestaron en levantar un dedo. La indiferencia mata. Quizá la indiferencia de un votante no le mate a él; pero hay muchas probabilidades de que mate a otro.

Algunas personas no se molestan en participar en las elecciones europeas porque creen que un voto nunca cambia nada. No es verdad. Quizá el voto que usted deposite no cambie el equilibrio de poder en el Parlamento Europeo, pero desde luego le transformará a usted. Es importante adoptar una posición moral para mantener su corazón en forma: si no, el corazón se endurece y se osifica, y la próxima vez que necesite luchar por algo —no necesariamente en las urnas— le costará más hacerlo.

Otros justifican su indiferencia diciendo que “todos son igual de malos”. No es verdad. Incluso cuando todos los bandos son malos, pocas veces son igual de malos. En la historia, muchas veces, no nos encontramos con luchas entre buenos y malos, sino entre malos y peores. Se podría escribir toda una enciclopedia sobre los crímenes de los aliados en la II Guerra Mundial, los horrores del régimen soviético, el racismo del Imperio Británico y las injusticias de la sociedad estadounidense. Aun así, había que apoyar a los aliados, y no permanecer indiferentes y decir: “Qué me importa quién gane, son todos iguales”. En 1933 hubo muchos alemanes que no se molestaron en votar. “Qué más da”, se dijeron a sí mismos, “todos los políticos son iguales”. Pues no. Algunos políticos son mucho peores que otros.

Vayan a votar; es bueno para el corazónDe hecho, en la mayoría de los casos, hay algunos políticos honrados. El que utiliza el argumento de que “todos los políticos son iguales, todos son unos corruptos, todos son unos mentirosos” suele ser el más corrupto de todos. Un político que quiere justificar sus vicios elevándolos a universales. No caigan ustedes en esa trampa.

La Unión Europea ha aportado paz a Europa y estabilidad al mundo entero. Pero ahora está en crisis. Los europeos, por tanto, se enfrentan a unas cuantas decisiones morales de crucial importancia, que conformarán el futuro de Europa y de la humanidad en su conjunto. Los que ven esas decisiones con indiferencia son personas que han perdido la brújula moral. Quienes esperan a que aparezca una alternativa perfecta para tomarse la molestia de salir de casa seguirán esperando hasta el fin de los tiempos.

No esperen. Salgan. Vayan a votar.

¿Por quién votar?

No soy quién para recomendar a un partido o un candidato concreto. Pero sí puedo decir que la prosperidad y la supervivencia de la humanidad en el siglo XXI dependen de que haya una verdadera cooperación regional y mundial. Es la única cosa capaz de prevenir la guerra nuclear, detener el cambio climático y regular tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial (IA) y la bioingeniería. De modo que hay que votar por partidos que promuevan esa cooperación regional y mundial.

Recuerden que ningún país, por fuerte que sea, puede construir un muro contra el invierno nuclear. Ningún país puede construir un muro contra el calentamiento global. Y ningún país puede regular la IA y la bioingeniería por sí solo, porque no controla a todos los científicos e ingenieros del mundo. Pensemos, por ejemplo, en la realización de experimentos de ingeniería con seres humanos. Todos los países dirán: “No queremos hacer estos experimentos, somos los buenos. ¿Pero cómo sabemos que nuestros rivales no los están haciendo? No podemos permitirnos quedar atrás. Así que debemos hacerlos antes que ellos”. Lo único que puede impedir unas rivalidades tan catastróficas es construir confianza entre los países, en lugar de muros. Una confianza como la que existe hoy entre Francia y Alemania, y que parecía pura fantasía hace solo 70 años.

Sin embargo, algunos políticos insisten en que existe una contradicción fundamental entre globalismo y nacionalismo e instan a la gente a rechazar el primero y adoptar el segundo. Pero esto parte de un error fundamental. No existe contradicción entre nacionalismo y globalismo. Porque el nacionalismo no consiste en odiar a los extranjeros. El nacionalismo consiste en cuidar de nuestros compatriotas. Y en el siglo XXI, para proteger la seguridad y la prosperidad de nuestros compatriotas, debemos cooperar con los extranjeros. Por consiguiente, un buen nacionalista debería ser también globalista.

El globalismo no significa abandonar todas las lealtades y tradiciones nacionales, ni tampoco abrir la frontera a una inmigración sin límites. El globalismo significa dos cosas mucho más modestas y razonables.

En primer lugar, un compromiso con ciertas normas mundiales. Unas normas que no niegan la singularidad de cada país ni la lealtad de su gente. Unas normas que se limitan a regular las relaciones entre países. Un buen ejemplo es la Copa Mundial de Fútbol. Se trata de una competición entre países, y la gente suele exhibir una feroz lealtad a su selección nacional. Pero, al mismo tiempo, es un despliegue asombroso de armonía global. Francia no puede jugar al fútbol contra Croacia si los franceses y los croatas no se ponen antes de acuerdo sobre las reglas del juego. Hace mil años habría sido absolutamente imposible reunir a personas de Francia, Croacia, Argentina y Japón para jugar juntos en Rusia. Aunque se les hubiera podido llevar allí, nunca habrían acordado unas reglas comunes. Pero hoy, sí. Eso es el globalismo. Si a usted le gusta el Mundial de fútbol, es un globalista.

El segundo principio del globalismo es que, a veces, es necesario dar prioridad a los intereses mundiales por encima de los nacionales. No siempre, pero sí a veces. Por ejemplo, en la Copa del Mundo, todas las selecciones aceptan no emplear drogas prohibidas para mejorar su rendimiento. Es posible que una selección pudiera ganar si administra drogas a todos sus futbolistas, pero no debe hacerlo porque, en ese caso, las otras selecciones también lo harían, el Mundial acabaría siendo una competición entre bioquímicos, y eso destruiría el deporte.

Igual que en el fútbol, también en economía debemos encontrar un equilibrio entre los intereses nacionales y los mundiales. Incluso en un mundo globalizado, la inmensa mayoría de los impuestos que pagamos van dirigidos a pagar la sanidad y la educación de nuestro propio país. Ahora bien, en ocasiones, los países acuerdan frenar su desarrollo económico y tecnológico para impedir catástrofes ecológicas y la difusión de tecnologías peligrosas.

La Unión Europea, hasta ahora, ha sido el experimento más logrado de la historia en la búsqueda del equilibrio adecuado entre los intereses nacionales, regionales y mundiales. Ha creado una cooperación real entre cientos de millones de personas, sin imponer un gobierno único, una lengua única ni una nacionalidad única a todos. Ha creado armonía sin imponer la uniformidad. Si Europa puede enseñar al resto del mundo a fomentar la armonía sin uniformidad, la humanidad tendrá muchas posibilidades de prosperar en este próximo siglo. Si el experimento europeo fracasa, ¿cómo podemos esperar que triunfe el resto del mundo?

Yuval Noah Harari es historiador y escritor. Su último libro es 21 lecciones para el siglo XXI (Debate). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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