Vegetales para combatir el hambre

La manera en que comemos en el mundo industrializado es poco sana, injusta e insostenible. Una proporción demasiado alta de la carne que consumimos se produce en condiciones ecológicas, éticas y sociales cuestionables. Y ahora exportamos nuestro modelo industrial de producción cárnica al sur global (especialmente China e India), entre cuyas clases medias se está elevando su consumo.

En todo el mundo se producen 300 millones de toneladas de carne al año, y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura estima que la cifra llegará a los 455 millones de toneladas para 2050 si la demanda sigue creciendo al ritmo actual. Son volúmenes tan grandes que solo se pueden producir a escala industrial y con altos costes sociales, políticos y ecológicos.

La producción de carne es un uso tremendamente ineficiente del suelo agrícola, porque para alimentar el ganado se necesita mucho más pienso vegetal que el que necesitaríamos para alimentarnos directamente con una dieta herbívora. Por ejemplo, para producir un kilogramo de carne de pollo, cerdo o vacuno se requieren 1,6, tres y ocho kilogramos de pienso respectivamente, lo que genera un enfrentamiento directo entre los agricultores y los productores de pienso al competir por tierras.

Mientras tanto, la producción de soja (el grano más importante del mundo para la alimentación animal) aumentó de 130 millones de toneladas en 1996 a 270 millones en 2015, un 80% de las cuales se destinan a producción cárnica, especialmente en China (70 millones de toneladas) y Europa (31 millones de toneladas). La expansión de la agricultura de la soja, como resultado de la creciente demanda cárnica, está elevando el valor del suelo. Como consecuencia, en el sur global las tierras comunes están privatizándose, se están destruyendo bosques lluviosos para dar paso a cultivos agrícolas y las agroempresas internacionales están expropiando tierras de las que un tercio de la población mundial todavía depende para su subsistencia.

La producción de pienso para animales y el intenso cultivo de tierras agrícolas que exige, no solo destruye ecosistemas y reduce la biodiversidad, sino que agrava el cambio climático. Se estima que en todo el mundo el sistema agrícola industrial produce cerca de un 14% de las emisiones de gases de invernadero globales; si se incluyen las emisiones vinculadas indirectamente con la deforestación y las que se asocian con la producción de fertilizantes, la proporción se eleva a un 24%. Más aún, el uso extensivo de fertilizantes y pesticidas –el 99% de la soja mundial está modificada genéticamente y se la trata con pesticidas sistemáticamente- está contaminando las fuentes de agua superficial, destruyendo la biodiversidad y erosionando el suelo.

No podemos seguir pasando por alto los costos de este sistema. Para abordar con seriedad el cambio climático y garantizar el derecho de cada ser humano a una nutrición y una seguridad alimentaria adecuadas, debemos cuestionar el supuesto de que para alimentar al mundo se precisa un modelo agrícola industrial, y mucho menos uno cárnico.

De hecho, es un supuesto con bases débiles. El Programa Ambiental de las Naciones Unidas estima que, de seguir la actual tendencia de consumo alimentario, para 2050 será necesario convertir en tierras de cultivo un área entre el tamaño de Brasil e India. Pero si los 9,6 mil millones de personas que para entonces se proyecta que habiten el planeta se alimentaran con una dieta basada en plantas, se podría abandonar la producción de carne y se les podría alimentar sin necesidad de suelos agrícolas adicionales.

Para muchos, la competencia por la tierra es una lucha por la supervivencia. El acceso a la tierra, con una distribución más desigual que la del ingreso, es un factor determinante de la desnutrición: un 20% de los hogares en los que se padece hambre no poseen tierras y un 50% de las víctimas de hambrunas son pequeños campesinos.

Es necesario reemplazar las cadenas de producción del sistema agrícola industrial con otras que sean locales, descentralizadas y sostenibles. Corresponde a los gobiernos priorizar el derecho de la gente a la alimentación y la nutrición por sobre los intereses económicos privados. No pueden perder su sustento y la seguridad de sus alimentos para beneficiar los ingresos de las empresas agrícolas.

Para avanzar a un modelo sostenible en lo ecológico e igualitario en lo social podemos aprovechar los marcos políticos actuales, como la Política Agrícola Común de la Unión Europea. En la situación actual, los productores de carne industrial a gran escala se benefician ampliamente de los subsidios de la UE, pero estos se podrían redestinar a apoyar inversiones en cadenas descentralizadas de producción de carne y granos que sigan un modelo más sostenible.

Para lograrlo es necesario reconocer que existen alternativas realistas a la agricultura industrial. Por ejemplo, la “agroecología” –sistema basado en conocimientos tradicionales e indígenas que se transmiten de generación en generación- se puede adaptar fácilmente a todas las circunstancias geográficas. De hecho, en 2007 Jules Petty, de la Universidad de Essex descubrió que este modo de producción puede elevar los rendimientos de las cosechas en un 79%.

Pero para implementar este cambio los gobiernos deben asegurarse de que todos tengan un acceso garantizado al suelo y al agua potable, y deben crear marcos políticos que promuevan modelos agrícolas justos en lo político y social, lo que por definición excluye a la agricultura industrial.

El reto de alimentar a todos los seres humanos no se debería ver como opuesto a los temas de la justicia social y el futuro del planeta, o que se alguna manera los excluye. La pobreza, la desnutrición y el hambre son resultado de medidas políticas, no de la escasez.

Barbara Unmüßig is President of the Heinrich Böll Foundation. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *