Veinte años después

«Tenemos varios aviones. Estén tranquilos y todo irá bien». Cuando a las 8.24.38 un técnico del centro de control aéreo de Boston escuchó esas palabras no pudo imaginar que el vuelo del que procedía la transmisión (American Airlines 11), acababa de ser secuestrado por cinco terroristas. Tampoco podía saber que en los próximos minutos otros tres aviones correrían igual suerte. Los responsables de la seguridad aérea no advirtieron a tiempo que los problemas de comunicación con las aeronaves se debían a su captura, y aún tardaron más en averiguar que los secuestradores no pretendían exigir rescate alguno por los rehenes. El plan para lanzar los aviones contra varios edificios representativos del poder económico, militar y político de los Estados Unidos se cumplió casi a la perfección, impactando dos aviones contra las torres del World Trade Center de Nueva York, que terminarían desplomándose, empotrando el tercero contra el Pentágono y fallando únicamente el intento de atravesar el Capitolio o la Casa Blanca con la cuarta aeronave, que terminó estrellándose a las afueras de Shanskville (Pensilvania) tras rebelarse los pasajeros.

Promovidos por Osama bin Laden, el millonario saudí que había fundado la organización extremista Al Qaida en 1988 y declarado la guerra a Estados Unidos en 1996, los atentados de septiembre de 2001 sorprendieron a las autoridades del país al alcanzar la dimensión de una acción militar a gran escala. El mismo día de los ataques, 2.997 inocentes murieron por su causa y más de 25.000 personas resultaron heridas. Además, hasta 2019 cerca de cuatrocientos policías, bomberos y miembros de los equipos de rescate fueron falleciendo por haber respirado la nube tóxica que se extendió en el sur de Manhattan al desmoronarse las Torres Gemelas. Estas cifras pueden parecernos pequeñas tras haber vivido una pandemia que ha provocado varios millones de muertos en el plazo de año y medio y que sigue matando personas día a día en todo el mundo. No obstante, ningún otro plan terrorista ha causado más bajas, daños humanos y materiales. Una operación planificada por una organización que contaba con solo unos cientos de militantes permanentes, financiada con unos pocos miles de dólares y ejecutada por diecinueve terroristas mató a más ciudadanos que soldados estadounidenses murieron por los ataques de Pearl Harbor en 1941 o en el desembarco de Normandía en 1944.

La tragedia del 11-S demostró que, aunque el final de la Guerra Fría había alejado el temor a un holocausto nuclear, el mundo seguía siendo un lugar profundamente inseguro. También reflejó varias características de la situación inaugurada con el cambio de siglo: la de un mundo progresivamente interdependiente, complejo y dinámico donde las organizaciones y actores no estatales ganaban protagonismo e influencia, operando como nuevas fuentes de tensión y conflicto y encarnando nuevas amenazas a la seguridad interna de muchos países y la paz internacional. El extremismo islamista y el terrorismo yihadista habían dejado de ser un problema exclusivo de ciertos países y regiones del mundo musulmán para convertirse en un problema global.

La crisis abierta por la retirada de los últimos soldados estadounidenses y europeos de Afganistán confiere una significación nueva al último aniversario del 11-S. La decisión de lanzar una operación militar en ese país, adoptada por Estados Unidos como respuesta inmediata al 11-S y respaldada por la OTAN, fue esencialmente correcta. Norteamericanos y europeos no podían dejar sin castigo una agresión semejante y no podían anular o reducir la capacidad destructiva de Al Qaida sin descabezar su estructura y acabar con el emirato islámico que había protegido a Bin Laden y permitido que Afganistán se convirtiera en un gigantesco santuario para el terrorismo y la insurgencia yihadistas. Gracias a la intervención en Afganistán Al Qaida estuvo muy cerca de quedar desintegrada en 2001, lo que seguramente habría sucedido si las tropas estadounidenses hubieran evitado que Bin Laden y sus lugartenientes escaparan. Asimismo, el brutal emirato islámico podría haber desaparecido para siempre si Pakistán hubiera impedido que los talibanes establecieran retaguardia en su territorio y si Estados Unidos y la comunidad internacional hubieran reunido la voluntad política, recursos y paciencia necesaria para librar una guerra total contra los extremistas, implementar un gran plan de reconstrucción y desarrollo de Afganistán, como el planteado en la Conferencia de Bonn en diciembre de 2001, y acertado a controlar la corrupción endémica del país asiático y sus élites. Pero ya sabemos que nada de eso ocurrió. Todavía hoy se discute si los ataques del 11-S fueron concebidos para arrastrar a Estados Unidos a librar una guerra imposible de ganar. Buscado o no, ese ha sido el desenlace de la intervención militar de 2001. Para vergüenza de la comunidad internacional, los talibanes están restableciendo su emirato medieval.

Al Qaida no cuenta hoy con los medios y oportunidades que le llevaron a provocar el 11-S, pero está presente en Afganistán y ha ayudado a la ‘reconquista’ de los talibanes. Habrá que esperar a comprobar qué pesa más, si su afán de conservar el poder que tanto han tardado en recuperar o su fanatismo, que llevó al mulá Omar a negarse a entregar a Bin Laden. En cualquier caso, sería insensato descartar que el país asiático vuelva a proyectar terrorismo fuera de sus fronteras. Por lo demás, la victoria de los socios de Al Qaida supone una inyección de moral para un movimiento yihadista que no ha dejado de sumar focos de actividad terrorista en todo el mundo musulmán, logró realizar el experimento de un nuevo califato que a punto estuvo de absorber por entero dos de los principales países árabes surgidos de la descolonización (Siria e Irak), ayudó a desestabilizar otras muchas naciones, alentó una intensa campaña de atentados en suelo europeo (con efecto directo en España: Barcelona y Cambrils) y que lleva años extendiéndose como un reguero de pólvora por el continente africano. Veinte años después, la humanidad enfrenta otros muchos problemas, algunos más graves, pero la misma clase de extremismo violento que condujo al 11-S sigue figurando en la lista.

Luis de la Corte Ibáñez es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad (ICFS-UAM).

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