Veinte años sin Tomás y Valiente

EL 14 de febrero de 1996, mediada la mañana, cuando más animada estaba la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, un pistolero penetraba en el despacho del profesor don Francisco Tomás y Valiente, que se encontraba ante su mesa de trabajo, y sin más le disparó, privándole de la vida.

Una ola de consternación se expandió por toda España. Resultó impresionante la manifestación que se celebró en Madrid a los pocos días, con riadas y riadas de gente de toda clase y condición. Fue, ante todo, un horrible crimen de Estado, vinculado como estaba Valiente al Consejo de Estado, y, sobre todo, fresca la memoria de su destacado papel como presidente del Tribunal Constitucional, es decir, la quinta autoridad del Estado.

Pero fue también un atentado premeditado contra la cultura y la Universidad, haciendo patente la banda de sanguinarios vascos, que hicieron de la extorsión y del crimen su modo de proceder, su enemiga a los saberes y a los estudios. Un nuevo episodio de ese patético «¡muera la inteligencia!» que había resonado años antes en la Universidad de Salamanca, a la que tan vinculado estaba, por cierto, Tomás y Valiente. Terrible atentado, pero insolente, además, pues el recinto universitario siempre había sido considerado como algo especialmente respetado, hasta el punto de que incluso –se decía– la Policía debía respetar el fuero universitario. Y es que Tomás y Valiente era un excelente profesor, cercano a los alumnos, a los que hacía muy atractiva su clase, a la par que era un investigador muy serio, con aportaciones brillantísimas en su disciplina de Historia del Derecho, autor de libros y monografías de la mayor solvencia, sobre la venta de oficios, la desamortización, el Derecho Penal en la Monarquía Absoluta, o sobre Castillo de Bobadilla, Martínez Marina, o Campomanes, entre muchos otros temas de estudio. Por cierto, que en su último libro –«A orillas del Estado»–, donde hace una ferviente defensa del Estado de Derecho, incluye unas sentidas páginas tituladas «A mi amigo Manuel Broseta, muerto de un tiro en la nuca». Era, en suma, un gran animador universitario, formador de muy solventes discípulos, y que había sabido también poner su talante y sus saberes al servicio del Estado en el momento oportuno.

Todas y cada una de las muertes que ocasionó la banda referida fueron igual de terribles: en suma, ese negar el valor supremo que es la vida de un hombre, a la par que se creaba la desolación en su familia y se injuriaba a toda la ciudadanía. Sin desconocer lo anterior, hay en el asesinato de Tomás y Valiente algo que acredita la ruindad y la miseria moral de quienes decidieron eliminarlo. En efecto, Valiente había combatido con energía la tortura desde sus investigaciones históricas – hay páginas suyas que impresionan al reproducir las actas de la Inquisición con los lamentos de quienes eran sometidos a tortura–, pero también desde la presencia personal en foros, conferencias y seminarios.

Desde otra perspectiva, me consta expresamente cómo, en cuanto presidente del Tribunal Constitucional, había tratado de amenguar el rigor del famoso decreto- ley antiterrorista. Y aportaré, en tercer lugar, otro dato determinante. En la época del famoso «Proceso de Burgos » – proceso ante la jurisdicción militar en que se enjuiciaba a muy conocidos miembros de la banda, que arriesgaban severas penas, incluida la de muerte–, en la Universidad de Salamanca, en la que ambos éramos catedráticos, y el ambiente universitario estaba muy politizado, siendo además numerosos los estudiantes vascos, se nos ocurrió a los dos montar un ciclo de conferencias sobre el Derecho represivo. Convocamos a muy cualificados especialistas – como los penalistas José Antón Oneca, Marino Barbero y José Antonio Gimbernat, entre otros–, ciclo del mayor rigor universitario, que luego fue publicado en un volumen, en el que se trataron temas de tanta enjundia como la pena de muerte, la jurisdicción militar, el indulto, las sanciones de orden público, etc. A Valiente le correspondió hablar de la tortura, frecuentes como eran los malos tratos a los detenidos. Recuerdo que la víspera de su conferencia lo visitó el policía de turno para advertirle que « ojo con lo que decía » . Valiente, hábil, dijo todo lo que tenía que decir, aunque cuidando siempre la expresión: «En el supuesto de que», «si es que hubiere habido » , etc. ¡ Mezquino pago a un incansable defensor de la libertad de todos!

Valga un recuerdo especial, a los veinte años, a quien siempre tenemos muy presente. No deja de ser emocionante la respuesta de la sociedad española, con el gran número de aulas o centros culturales a los que se ha puesto el nombre de Francisco Tomás y Valiente a lo largo de toda España. Al evocar ahora al eficaz servidor del Estado, al investigador y universitario señero, al universitario brillante, al amigo fiel, siempre alegre y optimista, no puedo menos de recordar una vez más la impresionante frase, por tan escueta a la par que profunda y certera, con que Castelio recriminaba a Calvino haber condenado a Miguel Servet a morir en la hoguera: « Matar a un hombre no es defender una idea, es matar a un hombre » . Los que asesinaron a Valiente ninguna idea podían defender, pero lo que sí hicieron – como en los demás ochocientos y pico casos– fue, en cada ocasión, matar a un hombre, es decir, negar el supremo bien de la vida. Yo creo que habría que grabar la frase en todas las escuelas para que la internalicen nuestros colegiales, auspiciando el ¡ nunca jamás! Y habría que instar a la ONU y la Unesco a que la expandieran por doquier, a ver si se consigue frenar el horror, pues resulta irresistible a la altura de nuestros tiempos la tan repetida experiencia de los enloquecidos y fanáticos de todo signo que dicen estar defendiendo una idea y lo único que logran es la terrible tragedia de « matar a un hombre » .

Lorenzo Martín-Retortillo Baquer, catedrático honorífico de la Universidad Complutense y miembro del Colegio Libre de Eméritos.

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