Veinte centímetros de libertad

En un instituto de Andalucía de cuyo nombre sí puedo acordarme, no ha mucho que un profesor pinchaba con chinchetas artículos de un académico de la RAE en un tablón de anuncios de corcho. Trataban sobre la riqueza de la lengua española y desmontaban con agudeza e ironía las pretensiones de imponer por las bravas el denominado lenguaje inclusivo. El profesor colgaba los artículos de papel en el espacio acotado para Coeducación, y una persona del claustro que los arrancaba sistemáticamente, al ver que dichos textos volvían a reponerse, un día, en la sala de profesores, comenzó a dar voces alarmada preguntando quién perpetraba aquello. Se hizo un violento silencio y el profesor responsable dijo que él, en uso de su libertad. Alguien de la directiva advirtió al docente que quien tiraba a la papelera los artículos pretendía, caso de persistir, denunciarlo a la inspección educativa. El profesor imprimió los escritos del académico con pinta de mosquetero y los clavó en el tablón una cuarta a la izquierda, en la zona reservada a Calidad Educativa. Puso su pica en Flandes, hubo paz y después gloria. La libertad era cosa de veinte centímetros.

A mitad de los años cincuenta, algunos domingos mi abuelo paterno cogía un tren en su pueblo manchego y, acompañado de mi padre, viajaba a Madrid para ver jugar a Di Stéfano. Se iba al estadio de Chamartín y dejaba a mi padre solo, que a sus once años y sin un céntimo se pateaba la ciudad. Si ganaba el Madrid, ambos se tomaban un bocadillo de jamón, todo un lujo para el bolsillo de mi abuelo ferroviario. De buena se libraron, pues décadas después, quienes comían en el popular Museo del Jamón serían insultados a gritos por unos animalistas concentrados en la calle para los que su ideal de vida es un Neolítico con wifi.

Veinte centímetros de libertadEn Occidente la corrección política es la gran plaga de nuestro tiempo. Bieito Rubido la definió con acierto: «Se trata de una esquizofrenia instalada entre los ciudadanos de un conjunto de países que consiste en decir una cosa y pensar la contraria». Está planteada como una religión político-ideológica donde los no adeptos son herejes, funciona con dogmas que no pueden ser discutidos y la defensa emotiva de sus postulados es su cauce de expresión. Su superioridad moral se plantea en términos maniqueos: Bien frente a Mal, Luz contra Oscuridad. Vamos, como Luke Skywalker contra Darth Vader. Se juzgan comportamientos u opiniones no en función de criterios objetivos, sino según la ideología de quien provengan. Así, se critican (con razón) las opiniones homófobas del presidente brasileño Bolsonaro pero se le ríen las gracias a Evo Morales, esa lumbrera que dijo que los alimentos transgénicos y el pollo hormonado eran los causantes de la homosexualidad en el planeta.

La corrección política, criada en la incubadora de los movimientos contraculturales sesenteros, nació y se extendió en EE.UU. y se ha ido imponiendo en Europa en universidades públicas, medios de comunicación y partidos reseteados tras la caída del muro de Berlín. El amordazamiento de la libertad de expresión es su mayor consecuencia, y en opinión de Vargas Llosa, lo políticamente correcto es «en cierta forma, una nueva inquisición». Palabra de Nobel.

Se ha conseguido que muchos temas sean algo tabú, que no se pueda debatir sobre ellos con profundidad aunque afecten a principios y valores fundamentales, a la vida cotidiana y a la economía. Los defensores de esta corriente de pensamiento único en cualquiera de sus facetas suelen hablar fuerte y recurren a la emotividad y a la coacción para imponer sus argumentos, pues, como les ocurre a los fanáticos de cualquier signo, no tratan de convencer, sino de vencer.

El historiador británico Niall Ferguson sostiene que es absurdo analizar nuestro tiempo con esquemas conceptuales del siglo XX, pues la combinación de innovación tecnológica e interdependencia económica han creado un mundo nuevo en muchos aspectos, de modo que para hablar de populismo es absurdo basarse sólo en el totalitarismo de entreguerras o analizar las crisis económicas reciclando las ideas de Keynes. Es cierto. En no pocos países, al rebufo de los problemas y nuevos retos de la globalización, la gente ha reaccionado a la olla a presión de lo políticamente correcto echando mano de asociaciones civiles y redes sociales para poner patas arriba la política tradicional recurriendo a proclamas emocionales que contrarrestan las de sus antagonistas. La tecnocracia como sustitutivo ideológico y el tactismo electoral gallináceo de muchos políticos internacionales han propiciado estos vuelcos electorales que, en virtud de la ley del péndulo, darán paso en unos años a una etapa de mesura y equilibrio que garantice el desarrollo socioeconómico. En la historia, los periodos más prósperos no provienen de la revolución ni de la involución, sino de la evolución.

No hay cosa más dañina que engañarse a uno mismo, sobre todo a partir de cierta edad. No soporto las dictaduras políticas o sociológicas, los gurús radicales, los buenistas de sonrisa lobuna y los savonarolas con micro parlamentario. Con el tiempo, he aprendido que lo mejor de la vida proviene de las mujeres, pues son más coherentes, corajudas y radicales que los hombres en cuanto a sacrificio, lealtad, abnegación, amor y manejo de la inteligencia emocional. Escucharlas, leerlas, verlas y trabajar con ellas me hace ver el presente sin anteojeras y el futuro con prismáticos. Además convivo con una mujer de esa pasta. Por eso, estoy convencido de que el declive de la corrección política sobrevendrá cuando sean ellas las que, arremangadas, la desguacen.

Empecé cervantino y termino a lo Lope de Vega. Combatir sin zaherir, caer, levantarse, debatir sin saña, respetar, defender lo propio sin acobardarse, no tolerar injusticias, entender la amistad como una alianza de corazones, aprender de los inteligentes y rehuir a los cretinos, recordar lo bueno, vivir sin miedo, llamar al pan, pan y proclamar que España no es el régimen del 78, sino una democracia. Una monarquía constitucional.

Eso es la libertad. Quien la probó, lo sabe.

Emilio Lara es historiador y escritor.

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