Veinticinco años sin Giovanni Falcone

EL 29 de agosto de 1991 la Mafia asesinó a Libero Grassi, un empresario textil de Palermo que se había negado a pagar el pizzo. Los ánimos, por ello, estaban inflamados en el país cuando mi avión aterrizó en Fiumicino una mañana de septiembre. Yo era un estudiante universitario que llegaba a Italia con la intención de acabar la carrera y empaparme de una cultura que me fascinaba. Como a tantos extranjeros curiosos, me sedujo inmediatamente el fenómeno de Cosa Nostra, tan cercano y tan lejano a la vez, un producto genuino de la sicilianità, metáfora y patología del poder.

Todo el mundo, en la calle y en la televisión, hablaba de Giovanni Falcone, el magistrado que, junto a Paolo Borsellino y el resto de magistrados del Pool Antimafia, había conseguido la mayor condena de mafiosos de la historia de Italia.

La instrucción del maxiproceso, como fue conocida la causa que llevó a la cárcel a más de cuatrocientos hombres de honor, la terminaron Falcone y Borsellino, aislados con sus familias durante meses en una cárcel de máxima seguridad de la isla de Cerdeña. Se sabían condenados a muerte, pero eso no les hizo claudicar ni debilitó lo más mínimo su estricto sentido del deber. «La vida es misión y el deber es su ley suprema», compartían con Giuseppe Mazzini, el ideólogo de un Risorgimento que apenas había penetrado en aquella Sicilia de estructura feudal. La suya no era una misión divina, sino un empeño cívico y democrático de envergadura: la recuperación de la confianza en las instituciones en un territorio donde el Estado estaba trágicamente ausente.

Contaban con algunos aliados y, enfrente, con un sinfín de enemigos. Disponían de inteligencia, determinación, algunos funcionarios públicos decentes y un testigo de excepción, Tomasso Busceta, el gran arrepentido de la Mafia, que pidió hablar con Falcone y contó, por primera vez, cómo se estructuraba Cosa Nostra. Los enemigos eran muchos más: las familias mafiosas, el coro de calumniadores en la prensa y en las propias oficinas judiciales de Palermo, los políticos que se aprestaron a desactivar el Pool Antimafia... A pesar de las infinitas zancadillas, la Corte de Casación confirmó el 30 de enero de 1992 la mayoría de las sentencias emitidas años atrás en el maxiproceso de Palermo. Era la peor humillación sufrida por la Mafia y los magistrados palermitanos se habían convertido en enemigos públicos de la organización.

Cosa Nostra, habitualmente paciente, esta vez tenía prisa. Para matar a Falcone no dudó en levantar, con un potente explosivo, quinientos metros de la autopista que va desde el aeropuerto de Punta Raisi a Palermo. Era el 23 de mayo de 1992. Su amigo Paolo trabajó, desde entonces, como un poseso, día y noche. Alguien se preocupó por su salud. «Es lo que tengo que hacer, tengo poco tiempo». 57 días, exactamente. El 19 de julio un coche-bomba aparcado cerca del portal de su madre reventó al magistrado y a sus escoltas. Desapareció también de la escena del crimen una agenda roja, de la que nunca se desprendía, y en la que, al parecer, tenía anotados datos significativos de las relaciones mafia-política.

Falcone lo dejó dicho en el libro que escribió a cuatro manos con la periodista Marcelle Padovani: «En Sicilia se muere porque se está solo o porque se ha entrado en un juego demasiado grande. La mafia golpea a los servidores del Estado que el Estado no protege».

Tras el asesinato de Falcone y Borsellino, la Sicilia honesta acuñó un lema que, hoy, veinticinco años después, sigue martilleando las conciencias de sus asesinos: «No los habéis matado, sus ideas caminarán con nuestras piernas».

Martín Domingo, abogado.

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