Vejez y repudio

Es frecuente la utilización publicitaria de imágenes de personas que disfrutarían de una vejez saludable y armoniosa, y también la referencia retórica a la capacidad del espíritu humano para neutralizar parcialmente el peso del determinismo biológico; así, la científica Rita Levi Montalcini, que no dejó de trabajar hasta su fallecimiento a los 103 años, o el cineasta Manoel de Oliveira, quien, con idéntica edad, afirmaba en este diario que si dejara de filmar se moriría. Quizás no se refería exactamente a la muerte física.

Pero estas referencias laudatorias a algunos de “nuestros mayores”, se dan cuando ha triunfado un modelo civilizatorio en el cual la imagen de la vejez es progresivamente repudiada, no sólo de la sociedad en general, sino también de los hogares. Mediante corte vertical en el ciclo de las generaciones, las personas ancianas son arrancadas al entorno en el que la vida se contrasta y la colectividad se renueva, homologadas a otras personas sometidas a idéntico proceso, y aparcadas en esos subterráneos del alma que son tantas veces los geriátricos o las residencias de la tercera edad. Hoy el destino de esas personas está a la orden del día: ante la impotencia de cuidadores, familiares recluidos en sus casas, y de los propios responsables de los centros, los ancianos (sin lazo siquiera con los que comparten su misma suerte) suponen una desproporcionada parte de víctimas mortales de la actual pandemia.

Así las cosas, irrumpió el 10 de abril la conocida declaración (como siempre matizada a posteriori) de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen: “Los niños y los jóvenes disfrutarán de más libertad de movimiento antes que las personas mayores y aquellas con afecciones médicas preexistentes”. Es decir: los jóvenes serían o no discriminados en función de sus afecciones previas; los “mayores” lo serían sin criterio distintivo.

¿Y dónde está la frontera entre unos u otros? Setenta años, parece indicar Von der Leyen, es decir, la edad hasta la que ha de prolongarse el trabajo, según los pontífices de la viabilidad económica. Desde hace años no ha habido semana sin que alguna comisión técnica hiciera funestos presagios sobre el sistema de pensiones, pretendidamente insostenible de no alargarse los años de actividad, con alguna rácana excepción para tareas de naturaleza “excepcionalmente penosa, peligrosa, tóxica, insalubre o con elevados índices de morbilidad”.

Un tiempo atrás, en los países llamados desarrollados, donde el paro estructural era entonces relativamente bajo, la acción sindical tenía entre sus objetivos el alcanzar la jornada semanal de 35 horas, y los sociólogos reflexionaban sobre un nuevo modelo social que permitiría a todo trabajador alcanzar un complemento de formación no sólo profesional, sino también cultural, equilibrando así lo mecánico (o simplemente embrutecedor) del trabajo, y activando ya sus capacidades para una actividad fértil en la vejez. Ciertamente, el panorama social se ha transformado y, desde mucho antes de la crisis de 2008, mencionar la exigencia ilustrada de una vida con sentido, parece casi un lujo especulativo.

Pero esta misma prolongación de la vida laboral que se exige a los que realizan trabajos penosos se niega a los que se sienten satisfechos con la tarea que ejercen. Hablaba antes del tesón de Manoel de Oliveira por no renunciar a su trabajo. Más afortunado desde luego que esos investigadores o profesores universitarios, a quienes se mira el diente, no para consignar la salud, sino la edad que les invalida para proseguir una función que, hasta la víspera, realizaban quizás con plena eficacia, sintiendo que cuerpo y mente respondían, y evitando (precisamente manteniéndose activos) que dejaran de hacerlo. Su desplazamiento a los arcenes de la sociedad parece una suerte de castigo compensatorio por haber tenido la fortuna de que el trabajo fuera para ellos algo más que un medio de “ganarse la vida”. Tremenda expresión, contraria a los ideales ilustrados, en los que la vida —asegurada por la sociedad— debería ser un punto de arranque para la realización en cada ser humano de su capacidad de conocer y de simbolizar.

En suma, millones de personas de edad avanzada forzadas a prolongar un trabajo del que sueñan con liberarse, a la par que un cierto número de personas de la misma edad viven como una mutilación el que se las excluya de una tarea social con sentido, para la que se sienten capacitadas. De algún modo esto está en el orden de las cosas. La renuncia al ideario que apuntaba a generalizar para la entera población una vida laboral compatible con la dignidad y la exigencia de creatividad de los humanos, acaba teniendo como consecuencia que para todos y cada uno la vejez sea efectivamente una devastación. Y para los que la experimentan, el sólo anuncio por Von der Leyen de que, aun finalizado para los demás, el confinamiento sería mantenido en su caso, supone un verdadero repudio: exclusión para ellos de toda celebración, palabra que en sentido etimológico designa afluencia, abundancia, fraternidad y solemnidad, pues no hay, por definición, celebración yerma.

Víctor Gómez Pin es catedrático emérito de Filosofía, UAB.

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