Velázquez, un feminista en la Corte de Felipe IV

La semana pasada acudí con mi hija María a la exposición que acoge el Museo del Prado con el título Velázquez y la Familia Real. Una oportunidad más para acercarse al edificio de Juan de Villanueva y escrutar nuevamente la pintura del artista sevillano. Componen la muestra veintinueve obras, de las que quince son de autoría velazqueña, y el resto mayoritariamente de Martínez del Mazo y de Carreño de Miranda. Pues bien, de los lienzos del pintor once retratan figuras femeninas. Las Mariana, Mariana, María Teresa y Margarita se apoderan, como si nos encontráramos en los tiempos medievales de las dos espadas de San Agustín, con el permiso del Papa –tras el beneplácito del Retrato de Inocencio X- y del Príncipe de la Cristiandad, Felipe IV, esposo y padre, de la pinacoteca. Erraba pues Harold Pinter, de quien podemos ver estos días su obra Tierra de nadie (Noman´sland), con las palabras que descarnadamente pone en boca de su personaje Hirst: «Hay secretos en mi corazón en los que nunca nadie ha podido penetrar». Está claro que el dramaturgo inglés no había prestado suficiente atención a la obra de Velázquez. De ser así, no habría afirmado, tras repasar los retratos de la Familia de Felipe IV, tal imposibilidad. Pero, en fin, también habría que recordar que las referencias pinterianas al arte y la eliminación en la última versión del libreto de un personaje femenino no acreditaban precisamente un buen olfato detectivesco. Una introspección de los personajes retratados excepcional, apunta Antonio López, cuando Velázquez, como le sucederá después a Morandi, pinta directamente. Entonces nuestro pintor se muestra como un dios.

El feminismo no aparece, tras las huellas de la Ilustración, hasta doscientos cincuenta años más tarde. Velázquez, un español nacido en Sevilla, y residente habitual en Madrid, más allá de sus d os viajes a tierras italianas –¡ay, las dos Vistas del jardín de la Villa Médicis ejecutadas à plein air, como un miembro más de la Escuela de Barbizon!–, no escapaba a una estructura familiar erigida sobre la incontestable supremacía del hombre y la correlativa postergación de la mujer. Aunque en su tiempo, siglo XVII, el pintor pone todo su interés, respeto, y hasta connivencia y cariño, en las Evas principescas que deambulaban por el Alcázar. Si bien, eso sí, tenían vedadas –vean el libro Un palacio para el rey. El Buen Retiroy la Cortede Felipe IV, de John Elliott y Jonathan Brown– las paredes del Salón deReinos reservadas para las victorias españolas, capitaneadas por los más prestigiosos generales del Rey Planeta.

No sabemos si nuestro hombre habría leído, seguramente no, como tampoco su esposa Juana Pacheco, el Épîtreau Dieud´ Amour de Christine de Pizan, la primera obra en el siglo XIV –a juicio de Simone de Beauvoir– en que una mujer toma la pluma en defensa de su sexo; ni lógicamente podía siquiera atisbar los cambios por venir: la Vindicación de los derechos dela mujer de Mary Wollstonecraft en el siglo XVIII, las suffragettes de finales del XIX y principios del XX y los movimientos de liberación sexual de los años sesenta del siglo XX. Pero la deferencia, la atención y el buen trato se rastrean en cada uno de sus retratos femeninos. Ni Juana, ni su reina ni sus infantas de España pueden presentarse como adelantadas a la activista Susan Brownell Anthony, o a la escritora Doris Lessing, pero en todas ellas Velázquez explicita la grandeza de la condición humana con independencia de su sexo y condición. De esta suerte, sus retratos disfrutan de capacidad taumatúrgica para transformar la realidad en pos de la futura igualdad.

La exposición se centra en los últimos once años del hacer de Velázquez. Un momento donde ha alcanzado la depuración de su lenguaje plástico, solo al alcance de los escogidos. Son tiempos, como se vislumbra en sus retratos de las Evas reales, en los que no ha alterado su método de trabajo. Como recuerda Alberto Corazón, Velázquez, como Caravaggio, no abocetaba ni dibujaba. Estamos en el barroco, pintando «a lo valentón», en tanto que «pura expresión directa». Pero, eso sí, en las telas de la reina Mariana y las infantas María Teresa y Margarita –¡el género de la palabra es, como no podía ser de otra manera, femenino!– nuestro hombre amplía la paleta de sus colores, incrementa el cromatismo y la luminosidad, densa y al tiempo libera la pincelada, enjareta entelados, cortinajes, trajes, terciopelos, sedas, tapicerías y vestidos con los colores más vivos, y en ocasiones alegres y refulgentes. Hay una joie de vivre antes poco observable en el atemperado y flemático inquilino del Prado, como si la reducida y autorrestrictiva gama de sus colores no hubiera podido resistir el asalto de la feminidad: rosas muy rosas (La Infanta Margarita, 1663), azules y oros (La Infanta Margarita en azul y oro, 1659), verdes azulados, negros manchados de blanco, pesados pañuelos que hechizarán a Manet, rojos de fuego (La Reina Mariana de Austria, 1652), tonos suntuosos y explosivos que desbordan los colores de anteriores modelos (mulatas, viejas, religiosas, vírgenes, sibilas, cortesanas…). Los tocados preciosistas, rizosas cabelleras, plumas jaspeadas, lazos en forma de mariposa, maquillajes… se han adueñado del escenario. A partir de 1651, recuerda bien Javier Portus, los retratos de hombres dan paso a los de mujeres y niñas. Complementariamente, La costurera, La dama del abanico, Las hilanderas y La Venus del Espejo confirman un secreto a voces: su respeto por la mujer.

Decía Oscar Wilde que «la desgracia de los hombres es que nunca se parecen a sus padres, y la de las mujeres, que siempre se parecen a sus madres». Pero, si echamos la vista atrás, y observamos las transformaciones acaecidas, las mujeres de aquella época, como la esposa de pintor, reinas o infantas, todas ellas abrieron la puerta, gracias a su pincel, a la modernidad más progresista: la de la igualdad. Y si no me creen, deténganse ante el testamento de Velázquez: Las Meninas.

Pedro González-Trevijano,  magistrado del Tribunal Constitucional.

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