Padezco una enfermedad grave que hace años solo se daba en ciertos lugares de Estados Unidos, pero que hoy empieza a ser más frecuente en Europa. Que yo la sufra no tiene ningún interés para el lector, pero tal vez sí pueda ser de utilidad saber que existe, y que una serie de pruebas pueden diagnosticar por fin aquello que has padecido durante años. Pero antes de hablar de esta enfermedad, quisiera empezar con algo que durante estos días en cama he empezado a relacionar con ella.
Durante la infancia, se suelen tener miedos que no existen, monstruos inventados por un escritor o un director de cine y, a medida que crecemos, esos miedos a lo inexistente empiezan a ser suplantados por miedos más reales. Conocemos la soledad, la mentira. Aprendemos que quienes se van desaparecen para siempre. Podemos creer en un dios, pero la extinción de ese familiar o ese primer perro con quien jugamos durante nuestros primeros años se sufre desde el ateísmo aunque recemos oraciones. Entonces entendemos eso tan difícil de entender: la nada. Un sentimiento sin antónimos. Lo contrario no sería la vida, ni el todo, pues la nada es un concepto tan absoluto que no admite ni siquiera el rasguño de un matiz en su no-materia. Pienso en esa escena brutal de La historia interminable, cuando el joven Atreyu se adentra en los llamados Pantanos de la Tristeza con su fiel caballo Ártax. Estas aguas cenagosas infundían a quien las atravesaba tal amargura que aquel que se dejaba vencer por ese sentimiento se hundía en el fango para siempre. Atreyu tiene que desmontar de su caballo blanco, que comienza a hundirse, a oscurecerse progresivamente por el lodo, mientras el niño le suplica que no permita que la tristeza le ocupe el corazón. Pero el tristísimo caballo sigue enterrándose en el pantano, ante el llanto y las súplicas de su amo, que ve cómo el cieno penetra en sus orificios nasales mientras él sigue tirando de las bridas con todas sus fuerzas, hasta que frente a él ya solo queda esto: Nada. Nunca he olvidado esa escena. Es la explicación para un niño de lo que deja de existir para siempre. La muerte, una que se siente más cruda y realista que esa de tu abuelo se ha ido al cielo. Una explicación que se entiende mejor sin que nos la expliquen.
He perdido a bastantes personas amadas. Están ahí abajo, en el lodo. Sin embargo, mis miedos no han evolucionado. Sigo temiendo cosas que no existen o que son tremendamente improbables. Tiburones en los ríos, cocodrilos en los mares. No me asustan las orcas en el mar. No tengo miedo a los cocodrilos en Florida. Yo diría que solo hay dos cosas reales que me producen pánico: los aviones y los osos. Durante los últimos 20 años, con numerosos días de acampada libre en Estados Unidos, la mitad de mi mochila ha estado ocupada por un spray de pimienta del tamaño de un extintor ante el posible ataque de un oso. Sin embargo, todos los que he visto han huido de mí. Los ataques de oso son posibles en ciertos lugares de Estados Unidos en los que acampo, normalmente letales. Pero son improbables. Mucho más improbable que el que cualquier día me metan un tiro en una de estas ciudades, algo a lo que no temo; una prueba más de que muchos miedos son irracionales y marcan una gran parte de nuestra vida, que podríamos emplear en acciones alegres y despreocupadas.
Mi enfermedad no la provocó algo tan imponente como un oso, pero sí ocurrió en su mismo hábitat. Seguramente la contraje mientras dormía en la tienda de campaña, o mientras caminaba kilómetros atenta a los ruidos o a los excrementos de los osos sin disfrutar de la misma manera que si no estuviera alerta. Tenía miedo a lo más grande, pero casi me mata lo más pequeño: una garrapata. Concretamente, se trata de una garrapata que portan los venados de cola blanca, y que transmite la enfermedad de Lyme a través de una bacteria: la Borrelia burgdorferi. Síntomas: los más diversos, aunque predominan aquellos de orden neurológico, dolores articulares, problemas del habla y absoluta debilidad muscular. La llaman “la enfermedad traidora”, porque imita a otras enfermedades. En mi caso, me diagnosticaron leucemia, dado que la bacteria altera los valores en sangre. En cambio, se trataba de la enfermedad de Lyme, grave, de pronóstico siempre incierto. Sin tratamiento, la bacteria se disemina al cerebro, al corazón y a las articulaciones.
Llevo casi dos meses de antibióticos intravenosos, y muchos días en cama que me han dado para pensar en la paradoja: sigo temiendo más a los osos que a las garrapatas. Me siento sola en mi enfermedad, pero sé que no soy la única que padece los síntomas de ataques que nunca nos harán daño mientras ignoramos aquellas garrapatas que nos agreden, que nos minan por dentro, poco a poco: un mal gesto cotidiano, una traición, la envidia, innumerables manadas de falsos venados de cola blanca.
Marina Perezagua es escritora. Su último libro es La playa (Pre-Textos).