Vencer en Afganistán

En el recuerdo de los hechos luctuosos que nos han arrebatado a tres de los mejores hombres destacados en misión expedicionaria, es importante afirmar que su sacrificio, y el de tantos otros, no debe ser inútil, que ellos no estarían contentos si se renunciara a la presencia de las Fuerzas Armadas y de Seguridad del Estado en ese martirizado país, y que es posible, y debemos, vencer en Afganistán.

Asistimos a un peligroso juego en los países occidentales, y especialmente en España, sobre el criterio político de los conflictos en que participan las fuerzas expedicionarias españolas. Bien están los debates constructivos reglamentarios sobre política de defensa, en que cada partido representante de una parte de la población española expresa sus anhelos para mayor perfeccionamiento de la defensa de España, y sobre todo para reforzarla, pero no para debilitarla.

Nos encontramos inmersos en un nuevo tipo de guerra, muy diferente de la que ha predominado en los periodos anteriores, una guerra en la que el enemigo, ese que es capaz de asestarnos un golpe certero y producirnos cerca de 200 bajas e innumerables heridos (11-M), nos conoce perfectamente, sabe de nuestras contradicciones y diferencias sustanciales sobre las misiones de las Fuerzas Armadas en el exterior y lucha tanto para conseguir sus fines en la zona de operaciones como en las retaguardias de los países de la coalición internacional.

En este renovado modo de combatir, ahora llamado guerras asimétricas, guerras híbridas, guerras del débil contra el fuerte, etcétera, el enemigo no lucha por un terreno determinado, no pretende derrotar a las fuerzas convencionales que les oponemos, ni siquiera son objetivos fundamentales los éxitos tácticos coyunturales; el enemigo que tenemos enfrente está empeñado en una lucha por las percepciones, tanto de la población local, en Afganistán en este caso para separarla de su Gobierno, como en las sociedades occidentales, cuyas diferencias políticas irreconciliables al respecto son un campo abonado para la estrategia de la insurgencia, que trata de desmovilizar, vía opinión pública, el apoyo social y político a las operaciones militares. Pero aún hay más, estas discrepancias y la volatilidad de la percepción de la población propia ante atentados a gran escala pueden incluso cambiar gobiernos, por otros menos decididos a continuar la lucha sin restricciones de pensamiento político, aprovechando el litigio sobre cuestiones que no deben llevarse a la calle sino ser acordadas por el bien de la Defensa Nacional.

Sí, nuestros soldados están en una guerra, con ese nombre es conocida en los más prestigiosos ejércitos aliados la situación de las operaciones en Afganistán; el general McChrystal, y su sucesor en el mando de ISAF, el general Petraeus, no tienen el menor rubor en reconocerlo, aunque el mandato de Naciones Unidas para esta fuerza internacional corresponda a una operación de apoyo a la paz; como es obvio, esta organización internacional en su Carta no cita la palabra guerra ya que toda su actuación, incluso la más coercitiva, tiene como finalidad el restablecimiento de la paz y la seguridad internacionales; pero el enemigo, la insurgencia, practica una guerra sutil, encarnizada en sus fines y total en sus resultados.

Lo que sucede es que estamos en presencia de una guerra de contrainsurgencia, siendo esta una actividad compleja en la que se integran, bajo una dirección única, esfuerzos militares, políticos, económicos, sociales y otros, para hacer ineficaces las acciones de la insurgencia, que tratan de conseguir que la población de Afganistán sea afín a su lucha, para sustituir el gobierno elegido por otro de corte talibán favorable a que ese país sea un santuario a favor del terrorismo global yihadista, y esa guerra, distinta pero profunda y peligrosa en consecuencias, se está librando en muchas partes del mundo, algunas muy cercanas a los espacios estratégicos de España, como es el Sahel.

El mundo de la insurgencia, al que nos enfrentamos no solo en Afganistán, está leyendo el mensaje que a través de medios tecnológicos de última generación, como Internet; trasmite el centro de inspiración religioso intelectual radical que en este momento ocupa Al Qaeda, que posee por sí mismo una inestimable potencia de desestabilización, que no disminuirá si no se eliminan sus bases en estados fallidos o en espacios ingobernables, como lo puede ser otra vez Afganistán, o en Pakistán, donde la actitud oficial de hacer frente al islamismo radical es cuando menos ambigua; pero ya no es necesaria la presencia numerosa y combatiente de la cúpula de esta multinacional del terror en un teatro determinado, la contaminación ideológica ha prendido profundamente en las diferentes capas en que se ha desarrollado el germen del islamismo radical.

Por ello, hay que contemplar al enemigo en toda su dimensión de actuación horizontal, en sus franquicias en otros territorios sin gobierno, a través de algún líder yihadista trasladado a la zona, o a través de acuerdos específicos con grupos autóctonos que adquieren la marca de la siniestra central en teatros importantes; tal sería el caso de Al Qaeda de Irak, sensiblemente debilitada por su errada actuación y la acción norteamericana, y Al Qaeda del Magreb Islámico, con la que se acaba de producir un trueque cuyas consecuencias probablemente se pagarán en el futuro.

En otro nivel de vinculación ideológica se sitúan otro tipo de organizaciones que se encuentran incrustadas en el tejido poblacional de ciertos países, pero que tienen con Al Qaeda una gran afinidad, al estar bajo la égida del Frente Islámico para la Yihad contra Judíos y Cruzados, condición que reunirían con un mero juramento de fidelidad a Osama bin Laden; Tehrik e Taliban en Pakistán, Fatah al Islam en Líbano y los propios talibanes en Afganistán, por lo que pueden afectar a nuestras tropas, son ejemplos de estos grupos que extienden la capacidad operativa terrorista.

Especialmente en los países occidentales e independientes del núcleo central de Al Qaeda existen células y grupos autóctonos que comparten ideología radical islamista en torno a la yihad y que en un momento dado pueden activarse en una dirección operativa determinada, sobre todo si un enviado de la central lo requiere. Los atentados del 11-M en Madrid podrían tener esa «etiología».

Por lo tanto se puede admitir, según esta simulación del poder del terrorismo global, que la ocupación del terreno del enemigo al que nos referimos es prácticamente total, que la insurgencia a la que se está haciendo frente no tiene fisuras sino vinculaciones y objetivos compartidos, que «su inteligencia» posee las claves del funcionamiento de los países occidentales, que conocen las dificultades que tiene Occidente para expedir tropas en las zonas donde se libran las acciones definitivas, y que saben cómo aprovechar, con oportunidad y acciones terroristas adecuadas, nuestras sorprendentes diferencias al respecto, como sucede en torno a cuestiones sin importancia, como es el reconocimiento semántico de la palabra guerra.

En el teatro afgano paquistaní hay un gran riesgo de que si no se gana la guerra se conviertan en estados fallidos gobernados por el poder talibán, afín al terrorismo global, y que acontecimientos luctuosos como los que hemos vivido en el pasado en un gran número de países, especialmente occidentales y en España en particular, se repitan, por eso es necesario, a toda costa, vencer en Afganistán.

Ricardo Martínez Isidoro, general de División.

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