Venezuela: Bolívar no, España sí

Venezuela nace sobre un error: la secesión temprana y traumática del Reino de España, del cual éramos parte orgánica y nos dio el ser. En efecto, no existíamos como pueblo antes de la llegada de los españoles. Quienes habitaban estas tierras no éramos nosotros, eran simplemente sus primeros pobladores. Para que el nosotros se constituyese debía darse el encuentro entre sus dos elementos fundamentales: las muy diferentes -amén de enemigas- tribus indígenas y los españoles. Una vez dado el encuentro comenzó el nosotros, la vertiginosa forja de un pueblo nuevo: los descendientes de factores muy distintos juntan sangres y costumbres. Lo indígena pervive, mas ya no en un plano preponderante. El catolicismo y la lengua española -con sus maneras y acentos particulares en cada lugar- se vuelven los códigos primeros de organización de la existencia de cada quien: ha nacido un pueblo nuevo cuyas coordenadas esenciales remiten a España. Bolívar lo admite: "Un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España".

Pero Bolívar -incansable, audaz, brillante y feroz- es el principal actor de la pulverización de "todo lo que formaba nuestra esperanza". Inevitable, quizá, ese resultado, al darse la convergencia del genio político-militar con el sentimiento de que la Corona borbónica afectaba privilegios de su estamento, con el naufragio de España ante Napoleón, con las nulas dotes políticas de Fernando VII, con el empeño inglés en fragmentar el Imperio... Mas no fue fácil. Salvo una parte de la ínfima capa mantuana -dueña del país-, prácticamente todos valoraban a la Corona como benéfica y fuente de la legitimidad del poder. Éramos españoles. Por lo tanto, hubo que forzar una guerra civil de secesión -propagandísticamente rotulada como de independencia entre realistas y patriotas- desplegando ferocidad y la más hiperbólica versión de la leyenda negra antiespañola.

Para separar lo que era uno, Bolívar hubo de ponerse al frente de un cataclismo que, según cálculos conservadores, arrasó con un tercio de la población y desintegró el tejido social y económico. La ferocidad entre 1813 y 1820 fue máxima y avalada por el Decreto de Guerra a Muerte de Bolívar: "Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables". Sólo este tipo de guerra, al dividirnos artificialmente y provocar el terror, fue capaz de separar, movilizar y confrontar. Y vaya si hubo terror. Bolívar escribe, tras la llamada Campaña Admirable, que, a su paso, "todos los europeos y canarios casi sin excepción fueron fusilados". Peor: centenares de prisioneros y enfermos fueron ejecutados -con frecuencia degollados para ahorrar municiones-. Ante las peticiones de clemencia del arzobispo de Caracas, Bolívar responde: "Uno menos que exista de tales monstruos es uno menos que ha inmolado o inmolaría a centenares de víctimas". Monstruos, afirma también en la Carta de Jamaica, "insaciables de sangre y de crímenes", que deben ser combatidos "hasta expirar o arrojar al mar" porque "... rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva con furor en los campos y en los pueblos internos". No sorprende entonces esta acotación: "Más grande es el odio que nos ha inspirado la península que el mar que nos separa de ella". Lucha armada, liderada, claro, por militares: lo civil bajo tutela, subordinado, en sordina. Odio a España: corte con los vínculos con Occidente, los capaces de permitirnos perfilar la noción de individuos responsables acreedores de libertad.

Tanta destrucción y odio aplicados a lo español -auténtica automutilación- no pueden conducir sino a lo que el propio Bolívar señala: indigencia, soledad. Leamos: "En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto y solo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia: algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan". Más temprano, en 1814, indica: "Una devastación universal ejercida con el último rigor ha hecho desaparecer del suelo de Venezuela la obra de tres siglos de cultura, de ilustración y de industria. Todo ha sido anonadado". Todo. ¿Por qué desgarrar lo que "formaba nuestra esperanza", lo que construyó "uno de los más bellos países" sobre la base de "tres siglos de cultura, de ilustración y de industria"? Por la "libertad" y por la "gloria", según escribe a su tío en 1825: "¿Dónde está Caracas? se preguntará usted. Caracas no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo han quedado resplandecientes de libertad; y están cubiertos de la gloria del martirio. Este consuelo repara todas las pérdidas". Claro. Ante la magnitud de las mismas ha de procederse de inmediato a erigir y mantener un altisonante relato donde los autores del cataclismo se tornan semidioses forjadores de un momento mítico de gloria, desprendimiento y heroísmo absolutos que nos da el ser, forja la legitimidad del poder e imprime la misión del pueblo venezolano.

Venezuela nace sobre la gloria del martirio. Los mártires -todos hombres de charreteras- y sus descendientes -por consanguinidad o por afinidad política- purgan lo español y quedan legitimados para repartirse bienes y poder político invocando ser los auténticos sucesores de la gesta del XIX y de Bolívar. Siempre hay una guerra a muerte que librar contra algún imperio del mal y la misión del pueblo es seguir a los sucesores hasta la victoria final que nunca llega. Así, la misión eterna de los venezolanos es la lucha por su soberanía y la de otros pueblos ante los poderosos malvados de turno, acumulando más y más gloria. Así, hoy, ante todas las calamidades que ocasiona la revolución bolivariana en la cotidianidad, se responde: "Sí, pero tenemos patria".

El relato que funda a Venezuela debe ser revisado para apuntalar la primacía de lo civil y la aceptación cabal de nuestra raíz española -raíz principal- sin complejos de inferioridad ni subordinaciones anacrónicas. Subrayemos que el mejor tiempo de nuestra vida republicana -y por ello el más denostado por el chavismo- fue uno en donde los civiles mandaban, los derechos de los individuos eran razonablemente respetados, el país se hallaba inserto en los circuitos económicos mundiales y había ángulos múltiples en el debate público: los 40 años de república civil previos al chavismo, donde lo militar y sus glorias fueron como nunca asordinados en beneficio de una sensible racionalidad política y económica. Fue un tiempo en el que Bolívar se bajó de los caballos, se vistió de paisano y comenzó a ser debatido.

Debemos entrar de nuevo en esos tiempos, pero muchísimo más a fondo, sin miedo a descolocar por completo al padre de la patria. Porque lo militar y sus glorias no pueden regir a un pueblo sin hacer, de sus componentes, soldados. Porque la libertad que anheló era la propia de la soberanía -independencia- y ella poco vale si quienes habitan el territorio no son individuos libres con derecho a ir en pos de sus sueños. Porque España no es una desnaturalizada madrastra, sino parte integrante de nuestro ser que debemos entender para entendernos. Pongamos a Bolívar en su lugar: genio político-militar que desencadenó un proceso de devastación material y espiritual que nos dejó como legado la cultura del sobresalto violento quimérico permanente. Coloquemos a España en su puesto: raíz principal de la nación por la vía del catolicismo y la lengua española, que nos conectan a Occidente y a valores en donde el individuo, su libertad y su responsabilidad son centrales. Veamos cómo podemos retomar así el camino hacia un país fuera de tercos automatismos colectivos que lo condenan al fracaso. Cuando Bolívar descanse en la paz que nunca nos dio, podrá advenir la república de ciudadanos libres e iguales que necesitamos.

Carlos Leáñez Aristimuño es profesor de la Universidad Simón Bolívar (Caracas).

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