Venezuela, rumbo a ninguna parte

“La historia no se repite, pero rima”. Esta frase, atribuida al célebre Mark Twain, resume bien la situación que llevamos viviendo meses —si no años— en Venezuela. Sin embargo, aquella que suena en el país sudamericano tiene una rima consonante pesada, de canción machacona que hace más daño al oído que bien a la lírica.

En la política venezolana no hay buenos compositores, y entre todos, desde el presidente Nicolás Maduro hasta distintos personajes del oficialismo y la oposición, están componiendo un esperpento que cada vez se torna más imprevisible. Parece haberse instalado el “todo vale” de una parte y otra, lo que las obliga a apostar cada vez más fuerte, aunque sea a través de acciones o palabras alejadas de toda lógica política y, sobre todo, cívica.

Los sucesos de las últimas semanas, con un exmilitar de élite lanzando granadas desde un helicóptero al edificio del Tribunal Supremo en Caracas, con Maduro afirmando que, en caso de ser destruida la revolución bolivariana, “liberarían la patria con las armas” y con un Leopoldo López llamando desde la cárcel de Ramo Verde a los militares a rebelarse ante el deterioro del país, evidencian la caótica situación que se vive en Venezuela.

Lo peor de todo es que en cierto sentido esto ya lo hemos vivido, o, al menos, gracias a esa rima tan monótona, da esa sensación. López, por ejemplo, no se diferencia hoy por hoy demasiado del Chávez encarcelado entre 1992 y 1994 por dar un golpe de Estado contra el tremendamente impopular presidente Carlos Andrés Pérez.

Quien ahora habita Ramo Verde no llegó al extremo del líder bolivariano, pero ambos se convirtieron en personajes muy populares como mártires de un Gobierno que oprimía a los ciudadanos. Lo único que ha cambiado son los tiempos: Chávez daba entrevistas para periódicos; López se graba con el móvil.

El episodio de la aeronave, mitad reivindicativa —colgaba una pancarta que pedía libertad—, mitad bombardera, es el ejemplo de los sucesos inesperados que pueden surgir en una situación tan caótica. El orden, si tiene una ventaja, es que es bastante más previsible que el desorden.

La heterogeneidad de la oposición venezolana, cuyo único objetivo común se reduce a sacar a Maduro de la presidencia, unida al enquistamiento de la situación tras las protestas de los meses de abril y mayo —que se han saldado con decenas de muertes de manifestantes—, han abierto el espacio a que terceros actores entren en juego.

¿Tiene algún sentido estratégico o táctico —políticamente hablando–— lanzar granadas a un edificio lleno de civiles en la capital del país? La respuesta es evidente: no. Maduro calificó esta acción de “terrorismo”, y la Mesa de la Unidad Democrática, en otra torpeza comunicativa, tardó horas en condenar el ataque. Podría ser terrorismo, como también podría entrar dentro del golpismo torpe. A fin de cuentas, Venezuela ha vivido tres golpes —todos fallidos— en el último cuarto de siglo, y quién sabe cuántos más habrán estado a punto de ver la luz.

De igual manera, los sucesos del  5 de julio, en el que varias decenas de personas señaladas como parte de grupos chavistas irrumpieron en la Asamblea Nacional en plena ceremonia del Día de la Declaración de Independencia –ocurrida hace 206 años–, reflejan el tremendo sinsentido que se ha vuelto el país. El incidente acabó con varios diputados opositores atacados y heridos, recordando a los episodios más oscuros de la violencia política callejera del siglo XX. Resulta preocupante que las instituciones no puedan garantizar un mínimo de seguridad para el desarrollo de sus actividades y que grupos de origen poco claro campen a sus anchas con prácticas matonescas.

Mientras tanto, Maduro ha optado por atrincherarse en su nuevo proyecto de Asamblea Constituyente como uno de los últimos baluartes de capital político que le quedan. Desde el oficialismo se asegura que esta reforma supone una salida del círculo vicioso en el que se ha enfrascado el país. Lo cierto es que no lo parece. La convocatoria, cuya única utilidad es la elaboración de una nueva Constitución, apunta más a ganar tiempo por parte del presidente que a conseguir poner punto y aparte a la confrontación que se vive en las calles y en la alta política venezolana.

La Carta Magna actual es de 1999 y fue elaborada por Chávez nada más llegar a la presidencia para dotar de estructura legal a su particular proyecto político. Dado que Maduro sigue una línea totalmente continuista respecto a su predecesor y el país no está enfrentando dificultades en la articulación del Estado, sino en su gestión política, no parece necesaria la convocatoria de una Asamblea Constituyente. Ahora queda la otra cara de la moneda: si esta reforma constitucional progresa, lo más probable es que alargue cualquier convocatoria electoral pendiente. Maduro ya aseguró hace unos meses que en 2018 habría con total seguridad elecciones presidenciales —se prevén para finales de año—.

No obstante, la oposición se enfrenta al dilema de si participar en este proyecto y arriesgarse a quedar enfangada en debates y reformas que no van a ningún sitio o no prestarse al juego y dejar que el oficialismo haga y deshaga a su antojo —tiempos incluidos—. Cualquier opción es mala, y por ello el único resquicio abierto que les queda es presionar en la calle.

Tampoco se sabe exactamente hacia dónde quiere ir Maduro. Ganar tiempo parece haberse convertido en el fin mismo de su mandato: evita y pospone a toda costa cualquier convocatoria electoral, incluso regionales. Una extraña interpretación de que si los venezolanos no votan es que su gestión no es rechazada ni el Partido Socialista Unido de Venezuela se resiente cuando todo parece que las elecciones, sean cuando sean, ya las perdió hace tiempo.

La palabra incertidumbre no es de los términos más populares si está ligada a cuestiones políticas o económicas. Sin embargo, parece que es la que toca para Venezuela durante los próximos meses. Guerra civil se menciona a veces; afortunadamente, no es este camino el que más posibilidades tiene.

El país está políticamente partido en dos, pero no dista de otros escenarios con elevada conflictividad social, como Brasil o incluso Turquía, con la salvedad de que en Venezuela las armas de fuego están ampliamente extendidas, lo que aumenta —al igual que su tasa estructuralmente alta de homicidios— las muertes con cada encontronazo en las calles.

Podría contemplarse también la opción del golpe de Estado, pero convendría relegar esta previsión a un discreto segundo plano. El estamento militar se cree mayoritariamente del lado del chavismo, tanto por afinidad ideológica como por interés. Tampoco conviene olvidar que numerosos ministerios y empresas públicas son o han sido controlados por antiguos compañeros de armas de Chávez —sin contar las actividades ilícitas con las que a menudo se los relaciona—. Al propio Ejército no le interesa un cambio político brusco, con la única salvedad de un golpe tan mal organizado que sea fácil de contrarrestar y refuerce la posición gubernamental por un tiempo.

Por suerte, las rimas hacen que una estrofa sea igual a la anterior, y la historia de Venezuela, aunque todavía está por escribir, sigue sonando de manera idéntica: a caceroladas, a silbatos, a botes de humo, a disparos, a discursos enardecidos y a indignación. En el horizonte, 2018, y como único camino, no llegar a ningún lado.

Fernando Arancón es analista de inteligencia y co-director del medio de análisis internacional 'El Orden Mundial'.

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