Hugo Chávez ha encarnado la más reciente, y muchos desearíamos que fuera la última, versión del caudillismo totalitario caribeño que durante decenios, en la vida y en la literatura de los pueblos iberoamericanos, fue la negativa imagen de marca de la región. Ha gobernado Venezuela a su antojo, con un manifiesto desprecio de los principios democráticos y de la constitución y de las leyes que él mismo había promulgado. Y lo ha hecho adoptando parte de la imaginería y de los métodos de las democracias representativas. Nadie le podrá negar que sus tres quinquenios de gobierno absoluto hayan venido respaldados por la matemática electoral. Pero nadie que no tenga los ojos tapados por las anteojeras de la corrección política o de la inclinación totalitaria podrá endosar la irregularidad de los procedimientos y la opresión realizada para encarrilarlos según la voluntad del que no era otra cosa que un militar golpista.
Las emociones populares que su desaparición suscita, que seguramente tendrán mucho de espontáneo en los sectores menos favorecidos de la sociedad venezolana a los que dijo dedicar lo mejor de sus esfuerzos, emociones que serán también explotadas y desorbitadas por los que querrían continuar detentando el santo y la limosna en el chavismo sin Chávez, no pueden ocultar la ruina económica, política y moral en que Venezuela queda tras el óbito. Navegando en la cresta de la ola de los altos precios del petróleo y sin el más mínimo respeto por las normas elementales de funcionamiento de la economía nacional e internacional, ha subvencionado una elevación ficticia de las rentas inferiores con técnicas que garantizan el pan de hoy y el hambre de mañana mientras la estructura productiva, incluyendo la propia petrolífera, conocía sus peores rendimientos en décadas. La brutal devaluación a la que el país se ha visto recientemente abocado, de tan perentoria necesidad que se hizo sin poder esperar a que el comandante se recuperara del que ya era su último viaje, es una muestra dramática de dónde quedan las finanzas del país tras quince años de reinado absoluto.
Chávez ha explotado a la perfección la paradoja de David y Goliat, construyendo un universo paralelo en el que se ha encontrado en la buscada compañía de los cubanos, norcoreanos, iraníes y bielorrusos, sin que en su momento faltaran rusos y chinos, autodenominados látigos del imperialismo, osados buscadores de los límites de estabilidad del sistema que los soporta para evitar males mayores o que los saluda con circunspección porque no queda más remedio mientras principios elementales de la vida de relación nacional e internacional son sistemáticamente pisoteados.
Al final, nada describe mejor la trayectoria de un personaje público que las vicisitudes de la enfermedad y de la muerte, y estas, en el caso de Chávez, han alcanzado grados de irrealidad que, incluso en lo trágico de sus consecuencias, caían de lleno en el terreno del esperpento. Durante meses la población venezolana no ha conocido con exactitud los perfiles de la enfermedad que aquejaba al presidente del país, sometido a un continuo trasiego entre Caracas y La Habana para ser tratado de dolencias misteriosas. Y el último capítulo de su tránsito, desaparecido durante tres meses de la luz pública, sometido el país a un apagón informativo y constitucional, solo cabía inscribirse en la imposibilidad del realismo mágico. La modernidad ha sido siempre definida como el tiempo en que fenece la arbitrariedad del jefe. Hugo Chávez, paradigma del antojo populista, ha sabido acuñar la antigua figura del mandamás para cuyos caprichos no existen fronteras. Don Ramón María del Valle Inclán le habría incluido con gusto en su catálogo de los gerifaltes de antaño.
Es corta la capacidad que en estos momentos asiste a la comunidad internacional, y muy en particular a la iberoamericana, para sentar las costuras de los aprendices de brujo que, como Chávez y a su amparo, pretenden eternizar sistemas de gobierno que bajo la formalidad electoral introducen de matute comportamientos totalitarios en lo político, estatistas en lo económico e intervencionistas en lo internacional. Es cierto que el desaparecido caudillo venezolano ha llevado el sistema a la extraña perfección que le permitían las rentas de los hidrocarburos, creando una simbiosis que tenía su centro en La Habana y sus ramificaciones en Quito, La Paz, Managua y Buenos Aires. Digna de estudio es la contraprestación establecida entre la fuente energética del Orinoco, la dirección política de La Habana y la invasión cubana de Venezuela con un ejército que incluye médicos, maestros, soldados y espías. Pero no debiera haber engaño en el análisis: lo que está en juego es la vida en libertad y en prosperidad de millones de ciudadanos, que no debieran ser engañados con las falsas promesas de un sistema novedoso que en realidad no existe. Basta con mirar a Cuba, y ahora a Venezuela, para comprobarlo. Debería ser este un momento de reflexión para todos aquellos que guiados por las mejores intenciones y en aplicación de las prácticas establecida del derecho internacional quieren mantener las formas en la relación con sistemas que contradicen sus más esenciales principios. Pero esa bien educada disposición no debe confundirse con la indiferencia, la inacción y sobre todo el aplauso. Una cierta circunspección es hoy más que conveniente para que nadie en Caracas o en La Habana tome el número cambiado. Algo que a la perfección hizo el Rey de España con aquel sonoro y memorable «que te calles» dirigido al que nadie antes había osado hacer callar.
No es trago fácil el que espera a los venezolanos. Deshacer la maraña complicada de torcidos intereses tejida por el comandante será operación harto delicada y seguramente larga. Y no están garantizados sus resultados, porque otros, y en particular los cubanos, no tienen ningún deseo de que así sea. Y al fin y al cabo hay que recordar que el absceso Hugo Chávez fue la consecuencia directa del fracaso de los partidos políticos tradicionales en sus manejos, corrupciones e incapacidades. Pero ha resultado admirable la manera en que los herederos de lo mejor que tuvieron aquellas formaciones políticas, tanto en el Copei como en Acción Democrática, trabajan hoy denodadamente para conseguir en unidad la derrota de la senda totalitaria. En este postrero momento de la verdad es cuando los que en verdad quieren ver una Venezuela regida por la razón y la ley, por la libertad y la justicia, deben unir sus fuerzas, dentro y fuera del país, para garantizar que no queden definitivamente agostados los caminos de la democracia. Y España debería constituirse en foco de esperanza para los que así piensan, sienten y hacen. Hay vida después de la dictadura. Lo sabemos mejor que otros. Y no podemos defraudar a los que quieren inspirarse en nuestro ejemplo para seguir la misma senda.
Javier Rupérez, embajador de España.