Venezuela y la Cumbre de Panamá

En primer lugar, la Cumbre de Panamá ha permeado las fronteras de Venezuela. Ha abierto numerosas puertas, ventanas y micrófonos, con lo cual la situación de mi país, la extrema precariedad en que transcurre nuestra vida cotidiana ha quedado expuesta, sin matices que la oculten, a los demócratas del mundo. Pasar los días en colas interminables y frustrantes para conseguir, a menudo sin resultado alguno, alimentos y medicamentos; eludir a los criminales que circulan en las calles con plena impunidad, sin saber si uno regresará o no a su casa con vida; tragarse las palabras de legítimo malestar porque en mi país se apresa, tortura y mata a quien protesta: todas estas y otras realidades, que son constitutivas y campantes en la Venezuela de hoy, se han ventilado en Panamá ante una audiencia planetaria. La VII Cumbre de las Américas, aunque apenas se haya prolongado por tres días, ha sido suficiente para mostrar el peligro que para los venezolanos y para las democracias de América Latina representa el régimen neo-totalitario que aplasta a Venezuela.

Entre lo mucho que habría que decir desde la perspectiva de Venezuela, nada es tan relevante como poner en cuestionamiento la existencia de fronteras, cuando se trata de discutir el asesinato de personas que protestan, el programa de detenciones arbitrarias, la tortura y prisión de dirigentes sociales y políticos, el brutal cerco a los medios de comunicación independientes. Las fronteras o los argumentos de la soberanía, tal como ha ocurrido en Panamá, no pueden seguir siendo muro erguido con el que se pretende ocultar y mantener la violación sistemática de los derechos humanos. En Panamá se ha dado un paso enorme para advertir que el proyecto de eliminación legal y física de las fuerzas democráticas venezolanas no es sostenible.

En Panamá, pero también en otras partes del mundo, en estos días se ha repetido con el apremio y el tono necesarios la palabra complicidad. Lo han señalado portavoces académicos, activistas de los derechos humanos, políticos activos y varios ex presidentes: quienes con su silencio apoyan al régimen de Maduro son cómplices de sus aberraciones. La responsabilidad con los derechos humanos y la democracia debe ser activa y, como sabemos, no prescribe. Ningún gobierno, especialmente de América Latina, puede continuar mirando a los lados, como si la existencia de presos políticos en Venezuela no les interrogase. En Panamá ha quedado en evidencia que la legitimidad de los gobiernos no puede basarse de forma exclusiva en los triunfos electorales, sobre todo, si las condiciones en que han actuado los participantes, como ha ocurrido en Venezuela, no son equitativas. De aquí en adelante, además de un certificado electoral obtenido con prácticas transparentes, la garantía de respeto a los derechos humanos y a los derechos políticos serán condición 'sine qua non' que deberá cumplir todo gobierno que aspire al reconocimiento de la comunidad internacional.

No sólo ha terminado de caer el velo de mentiras, que es el signo del régimen que inició Chávez y cuya desesperada agonía pretende prolongar Maduro al coste que sea. En Panamá ha sido evidente otro rostro de las cosas: que la lucha, especialmente fuera de Venezuela, se debe no sólo a la sociedad civil, a los medios de comunicación, a la acción ciudadana a través de las redes sociales, a la determinación de las familias de los presos políticos y las víctimas de la violencia, y a la voluntad de algunos partidos políticos, sino que ha logrado un apoyo muy especial de la llamada iniciativa de los ex presidentes, que ha tenido en José María Aznar y en Andrés Pastrana dos formidables aliados, quienes han logrado convocar a otros veinte ex mandatarios, para que unidos en una declaración que no tiene precedentes en la historia reciente de nuestro país, contribuyan a dar visibilidad mundial a la crisis venezolana. Desde Venezuela celebramos la incorporación del ex presidente Felipe González a nuestra causa, agradecemos la proyección que el presidente Rajoy le ha dado a la cuestión de los presos políticos y, dado que aspiraciones para el futuro no nos faltan, esperamos que el número de ex presidentes aumente y continúe con la invalorable labor que ha sido puesta en movimiento.

Los elementos que he mencionado, las fuerzas que resisten y denuncian al régimen neo-totalitario de Venezuela, han logrado concurrir en Panamá. En la Cumbre han cristalizado las más diversas rutas de lucha, años y años de tozudos esfuerzos que, en más de una ocasión, parecían sin perspectiva. Si una conclusión es pertinente para nosotros, los venezolanos, y también para todos los demócratas de otros países cuyas democracias son perseguidas y destruidas, es que vivimos un tiempo donde toda acción a favor de las libertades tiene sentido y logra recompensa, tarde o temprano.

¿Hacia dónde se encaminan estos avances que aquí he consignado? No tengo dudas al respecto: hacia la reducción o erradicación de la impunidad. El desarrollo de mecanismos para impedir el castigo o, como en el caso de Venezuela, la acción coludida de los poderes públicos para asegurarse de que el régimen actúa sin la preocupación de la justicia tiene consecuencias: atribuye al poder una condición ilimitada. Le hace sentir que puede matar, imponer, robar, mentir, abusar y humillar a quienes están bajo su jurisdicción, sin consecuencias. La característica esencial del poder que actúa sin restricciones, es que avanza hacia la negación total de los derechos de los demás, incluyendo el derecho a la vida. Es bajo el sentimiento de impunidad que funcionarios, uniformados o no, bajo directrices gubernamentales, han torturado a ciudadanos detenidos o les han disparado durante jornadas de protesta.

La VII Cumbre de las Américas inicia un nuevo estatuto para las prácticas de impunidad del régimen encabezado por Maduro: su escenificación, sus discursos, su estructuración temática, los múltiples encuentros dentro o fuera de la agenda oficial, las líneas de acción que han quedado establecidas, los compromisos de distinto nivel adquiridos por países que hasta ahora se habían sustraído de sus responsabilidades con la democracia, todo ello se anuda como un entramado de factores y energías que, con una gran claridad, ha entendido la exigencia de limitar al poder omnipotente e impune del régimen de Chávez-Maduro.

Cabe preguntarse qué fuerza tienen las voces minoritarias que, de forma manifiesta o solapada, han refrendado de algún modo, al desfalleciente proyecto neo-totalitario del Gobierno venezolano. Fuerza política: menguante. Fuerza moral: ninguna. Más allá del valor que algunos puedan darle a las actuaciones de quienes confunden el ejercicio del poder con estridentes gansadas, lo cierto es que la 'performance' del Gobierno de Venezuela ha resultado lo que muchos, con acierto, previeron: malversación del sentido de la Cumbre, payasada sin auditorio.

Lo anterior, con más o menos elementos, luce como un marco razonable para volver a la pregunta planteada en el título de estas notas. Quién perdió en la VII Cumbre de las Américas: el Gobierno de Venezuela. Quién ganó: la sociedad venezolana. O, mejor dicho: la sociedad venezolana y su persistente deseo de avanzar hacia una vida más digna. La revisión atenta de la radiografía de lo ocurrido en Panamá es inequívoca: el régimen agoniza mientras el país exige un cambio inmediato.

Miguel Henrique Otero es presidente editor del diario venezolano 'El Nacional'.

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