El demoledor informe de la Uco conocido anteayer no deja ya lugar a dudas: cuando ese farsante, o Ese el Farsante, presidente del Gobierno, se enclaustró cinco días en La Moncloa, no fue como don Quijote en las espesas fragas de Sierra Morena para hacer penitencia por Dulcinea, como dijo, sino para parapetarse detrás de su mujer, usándola cobardemente de escudo humano. No le preocupaban en absoluto los indicios de corrupción de ella, probablemente, más feos que consecuentes, sino que llegaran a conocerse los suyos propios, alarmantes y gravísimos.
Y qué quieren que les diga, no ha podido uno hoy por menos que compadecer a esa mujer. «Esa pobre mujer», cabría decir.
No hay vidas malas o buenas, sino bien o mal contadas. Hay buenas y malas personas, desde luego, pero sus vidas no lo son, dependerá en gran medida del modo en que se relaten, y a la distancia adecuada no hay un solo ser humano que no sea interesante.
Si Arquímedes dijo que si le dieran un punto de apoyo movería la tierra, el punto de apoyo en literatura es la distancia adecuada entre el autor y sus personajes, primero, y entre estos y sus lectores después. Encontrado, todo resulta sencillo y la emoción está asegurada. Emoción viene de mover, y comparte raíz con conmoción. La literatura digna de ese nombre ha de conmocionarnos y conmovernos al mismo tiempo.
Podría decirse hoy de Begoña Gómez lo que de Isabel II dijo el diputado Aparici y Guijarro poco antes de que Prim la mandara al exilio: «la de los tristes destinos», apodo con el que se la conoce.
Galdós tituló uno de sus episodios nacionales precisamente La de los tristes destinos, y cuando Isabel II era ya una anciana fondona e inofensiva, pidió entrevistarse con ella en París, y ella accedió, pese a que Galdós había escrito de su persona cosas tremendas. ¿Por qué accedió? Porque él, que era republicano, había guardado siempre las debidas y piadosas distancias.
Con personajes reales y próximos es muy difícil mantenerlas, nos vence la aversión o la simpatía, y a menudo juzgamos a alguien por su entorno, su profesión, sus amigos, su familia...
Pudiendo haber elegido entre tantos hombres para marido, Begoña Gómez fue a fijarse en uno que la arrastrará en su caída, si acaso no la tira antes por el camino, como ha hecho con tantos.
Hace unas semanas se supo, por un íntimo suyo, lo que Ese había dicho de su Bego: «Begoña puede ser una pichona, pero no una corrupta» (lo contrario de lo que asegura la Audiencia de Madrid del proceso que se sigue contra ella: «Es irrelevante que sea o no una pichona para ser una corrupta; no son cosas incompatibles».
El diccionario de la Academia dice de pichona: «apelativo para referirse a una persona», y el María Moliner y el Seco añaden «cariñoso». Sería, por tanto, un apelativo cariñoso. Tiene también otro matiz que recogen algunos libros que tratan del hampa y la delincuencia. No recuerdo si viene en el clásico El Hampa de Salilla o en Los malhechores de Madrid, de Gil Maestre, pero sí en alguno de los del comisario de policía Gil Llamas (Brigada Criminal y La ley contra el crimen. Policías y maleantes frente a frente, entretenidísimos). Aunque se publicaron en los años 50 del siglo pasado, resultan muy instructivos: los delitos suelen ser parecidos, cambia únicamente la puesta en escena, como sabe la Uco. El significado que se le da a pichona en ellos no es del todo cruel: panoli, crédulo, pringao, en fin, alguien a quien se engaña fácilmente.
¿Qué habrá pensado esa mujer al verse tratada de eso modo, a sus espaldas, por su propio marido? Como si fuese medio tonta. ¿Y qué pensará ahora al ver que la estrategia de usarla de paraván tampoco ha dado resultado? Ni siquiera ha dejado su marido que se defienda. ¿Y cómo es que, siendo tan feministas como supongo que son en esa casa, él no la deja hablar, y habla siempre él por ella? ¿Y sacarla únicamente para que les fotografiaran haciendo manitas, poniéndose ojitos? Nunca antes había sucedido una escena tan penosa, un proxenetismo moral tan repulsivo. Más vejatorio que el comentario.
Alguien dirá que ella se deja y que son tal para cual. Es posible. Decía Baroja que las parejas son homopáticas y alopáticas, entre personas que no se parecen nada o, por el contrario, idénticas. Es obvio que físicamente Begoña Gómez y su marido responden a la homopatía. De la misma manera que Eva salió de la costilla de Adán, se diría que Begoña Gómez ha salido de la mandíbula de su marido, una mujer alta, flaca, huesuda y ahora, entre tantos sinsabores, con el bruxismo de su marido contagiado y extendido por su propio semblante.
Los jueces deslindarán sus manejos, pero «qué injustos», pensará, «están siendo conmigo». Y lleva razón. ¿Que no tiene estudios superiores? ¿Y qué? ¿De veras alguien cree que los másteres de esa mujer fueron peores que otros que se imparten en las universidades españoles? ¿Alguien puede considerarla a ella menos competente que al rector de la Universidad Complutense que la contrató?
Pobre Pichona. La de los tristes destinos. Más de uno. Tantos como procesos le esperan a la familia. Ha empezado su calvario. Quizá no haya perdido aún la esperanza de que su costilla, quiero decir, su mandíbula, la lleve consigo al paraíso. La habrá vuelto a mentir, como a todos.
Y ella no le cae a uno hoy peor ni mejor que ayer. Trato únicamente de ponerme en su lugar, manías de novelista.
Andrés Trapiello, escritor.