Ver a Dios

Hay un momento en la vida —más o menos, al entrar en la treintena— en el que uno empieza a preguntarse qué tipo de persona es y prueba a verse a sí mismo como lo ven los demás. De niño, unos pocos individuos protectores llenaban su universo, en el que él ocupaba el centro absoluto; ahora descubre que el mundo lo pueblan seis mil millones y que él sólo es uno más en una muchedumbre innumerable. Y por primera vez desea contemplar las cosas con objetividad, incluida su propia posición relativa en el conjunto, y enjuiciar autónomamente las ideas que ha recibido por educación y por cultura. Y eso también afecta a la visión religiosa que le han transmitido. Poco a poco, deberes profesionales, familiares y ciudadanos de urgente cumplimiento van difuminando la religiosidad que adquirió en el colegio o en casa. Mientras su experiencia de la vida y sus conocimientos del mundo han crecido y madurado con la edad, su idea de Dios ha quedado detenida en la infancia sin progresar en paralelo y, al contrastarla con la realidad que conoce, le resulta obligado, en conciencia, retirarle su íntimo asentimiento. Mira a su alrededor y comprueba que, en la cultura contemporánea, la existencia de Dios ha dejado de ser evidente y que los más prestigiosos nombres de la filosofía, la literatura, la ciencia y el arte no son hoy cristianos. Y en cuanto a la naturaleza, las miserias de la vida y la abundancia de sufrimiento irracional le convencen, con Hume, de esta «grande y melancólica verdad»: el mundo está mal hecho. ¿Quién lo imaginaría así si, antes de entrar en él, le dijeran que lo ha confeccionado una voluntad omnipotente y bondadosa? Una inteligencia mediana podría mejorarlo.

Si de algo adoleciera la doctrina cristiana tradicional —magisterio, definiciones dogmáticas, teología—, sería de exceso de optimismo: no es que no explique el mundo, es que lo explica demasiado. Con sus razones voluntaristas, ofrecen conciliaciones apresuradas de las contradicciones, aporías y tensiones no resueltas de nuestro doliente mundo. La experiencia nos familiariza con el absurdo, el sinsentido o simplemente el misterio de la vida, que no se dejan explicar tan fácilmente. Cada época histórica tiene un particular «sentido común» que determina lo que es verosímil o creíble en ella. Para muchos, la verdad cristiana ha perdido veracidad y ya no es creíble como antes porque, habiendo adquirido su forma clásica en época patrística-medieval, su presentación conceptual, demasiado tributaria del momento de su cristalización, resulta poco convincente para el hombre moderno, el cual piensa que no le es exigible confesar algo tan inverosímil. Y le desgarra un dilema: ser cristiano o ser hombre (emancipado, crítico y libre). Y cuando opta por ser hombre, recuerda lo que dice el evangelista: «¿Nadie ha visto jamás a Dios?» (1 Jn 4,12), y se pregunta, como han hecho otros a propósito de la «mano invisible» de Adam Smith, si no ve a Dios debido a su invisibilidad o, más sencillamente, porque no existe.

Un método, no nuevo pero sí renovador, está contribuyendo a dulcificar las tensiones entre evangelio y ciencia, Dios y modernidad, fe y mayoría de edad. Me refiero al método histórico-exegético que, aplicado al Nuevo Testamento, recupera la figura humana de Jesús, el profeta de Galilea. Los redactores de los evangelios, además de suministrarnos datos históricos de su vida, proyectaron sobre esta la impresión que les produjeron los acontecimientos pascuales y bañaron esos datos de teología y misión. El mencionado método —una asombrosa combinación de filología, teología, historia y arqueología— separa con cuidado lo pascual y lo histórico y, aislando esto último, con lo resultante devuelve veracidad a lo que nunca dejó de ser verdad. Emerge con fuerza extraordinaria la figura de una individualidad rigurosamente única, sin comparación con otras personalidades, religiosas o no, de la Historia universal. Cuanto más se le despoja de elementos legendarios y maravillosos, la ejemplaridad del galileo luce más universal y perenne. Incluso las conceptualizaciones teológicas de Pablo de Tarso a veces acusan añejo anacronismo (legitimación de la esclavitud o de estereotipos patriarcales), en tanto que la ejemplaridad jesuánica es siempre contemporánea. Detractores del cristianismo y de los cristianos se detienen sin excepción ante el galileo: imposible criticarlo sin desprestigiarse.

El método nos provee de la imagen de un hombre comedor y bebedor que compartía mesa con impuros, pecadores, prostitutas y extranjeros; un curador de enfermedades y exorcista del dolor; un profeta igualitario abierto a todos, rodeado de mujeres y de niños, con inmensa preferencia por pobres y marginados; un creador de parábolas de indecible compasión, perdón y humilde servicio, subvertidoras de los valores establecidos; un hombre de extraña autoridad gastada en anunciar a los oprimidos las bienaventuranzas y las obras de misericordia; un itinerante que iba por las aldeas haciendo el bien y predicando la alegría, la salud, la vida y la ternura de un Dios bien distinto del bélico, vengativo y autoritario al que los judíos rendían culto. La gente le escuchaba y se preguntaba, soñadora: ¿será verdad que Dios es así? Y se llenaba de presentimientos sobre Dios.

El eterno —y muchas veces incomprensible— silencio de Dios se interrumpe por una vez: quienes siguieron al profeta en vida entrevieron en su persona cómo la invisibilidad divina se materializaba en él. Sufrimos las heridas de la vida, pero ¡realmente Dios enjugará algún día las lágrimas de nuestros ojos! El galileo no sobrevuela olímpicamente las deficiencias estructurales del mundo porque experimenta hasta el extremo el absurdo del existir humano: condenado por los hombres por blasfemo y abandonado de Dios, esta ejemplaridad azotada y coronada de espinas, que contempla desde lo alto de la cruz el fracaso de su misión, suelta un grito desgarrado que la comunidad cristiana primitiva no olvidará jamás. Y así, en la noche de los tiempos, cuando la nube del horror le impide —a Él también— ver al Padre, el ejemplo de su confianza incondicional en él es tan sobrehumano que hace a Dios, en medio de la desolación, aún más visible a los ojos de los hombres.

El mundo sigue estando mal hecho y ninguna teodicea explica convincentemente el dolor inocente y gratuito que lo inunda. Dios no intervino para salvar al buen galileo y tampoco alterará el curso de la historia por nosotros. Ni dogmas, ni magisterios, ni teologías, ni ritos ni sacrificios logran conjurar toda esta negatividad excesiva. Pero ahora nos es dado contemplar con esperanza una ejemplaridad aún más excesiva, que personifica una posibilidad suprema de lo humano tan perfecta, tan radical, tan sobreabundante, que sugiere un plus sobre lo humano (un plus que recibiría tras la pascua diferentes títulos: Hijo, Mesías, Señor). No más dilema: es creíble, es verosímil, no contradice el sentido común, que una ejemplaridad de esta magnitud contenga una imagen visible del Dios invisible. Comparándose con ella, el hombre percibe la vertiginosa distancia que lo separa del modelo y, avergonzado por su vulgaridad, abrumado, siente la necesidad de limpiar su corazón de la negrura que lo espesa. Y solo en ese momento, «toda ciencia trascendiendo», se le manifiesta por fin el Dios oculto, pues, como dijo el galileo cierto día, «bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).

Javier Gomá Lanzón, filósofo. Autor de Ejemplaridad pública

1 comentario


  1. “Imagen visible del Dios invisible”, tal es la ejemplaridad de Jesús, así, despojado de vestiduras teológicas y dogmáticas con las que, más que mostrarnos la realidad singular de Jesús de Nazaret nos la ocultan y… a él nos lo hacen inaccesible. O casi.
    En ese Jesús, como bien señala en su artículo, presentimos a Dios y, con Jesús, nos atrevemos a llamarle Padre… sin hacerlo prisionero de nuestros conceptos filosóficos o teológicos.

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