Verano en Berlín

El verano pasado, el Martin Gropius Bau de Berlín albergaba dos exposiciones principales. Una de ellas tenía como objeto al siempre radiante David Bowie, que estuvo vinculado a aquella ciudad en una de sus temporadas más locas después de la guerra, y que mientras residió en ella se levantaba cada mañana cantando la ‘Canción de Alabama’ que Kurt Weil escribió para La ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny, de Bertolt Brecht. La cola que había que hacer hasta llegar a la entrada era respetable. La otra exposición, a mitad de precio y sin cola, era una retrospectiva de Walker Evans, el inolvidable fotógrafo americano de los años de la Gran Depresión.

Verano en BerlínUna de las fotos de Evans procedía de la Cuba de 1933: un cartel publicitario de una marca de machetes con una leyenda que decía: “Para verdadera economía elija un Collins, su amigo de 100 años”. Parecía una foto venida de otro mundo, otro mundo en el cual “economía” se identificaba más con “ahorro” que con “gasto”, y en el cual el límite de la obsolescencia programada se medía en siglos. ¿En qué consiste la penetrante belleza de estas fotos, cuyos protagonistas suelen estar sumidos en la pobreza? No son fotos “artísticas”, no intentan imitar la dignidad estética de la pintura; tampoco pretenden legitimarse como objetos visuales por el hecho de que quienes aparecen en ellas, por ser pobres, sean también buenos. La cámara no tiene una intención directamente moral. Pero, como sucede a menudo con aquel prodigioso efecto secundario del keynesianismo que fue el programa documental de la Farm Security Administration, su retrato de la pobreza capta en sus modelos una forma de desnudez que trasciende toda crítica social y alcanza a expresar algo característico de la condición humana.

Hemos aprendido a mirar estas fotos con sospecha: sabemos que, a pesar de la sensación de instantánea, el fotógrafo ha calculado perfectamente el efecto, e incluso puede haber hecho posar a su modelo, como en los “besos” fotografiados por Brassai y Doisneu o en la “caída” del miliciano español de Capa. Pese a todo ello, Walter Benjamin escribió una vez que, en estas fotos, “el espectador se siente irresistiblemente forzado a buscar en la fotografía la chispita minúscula de azar, de aquí y ahora, con que la realidad ha chamuscado su carácter de imagen”.

Ese mismo destello de realidad y de humanidad que traspasa la habilidad técnica es lo que, años después, Roland Barthes descubrió en una foto de un condenado a muerte, Lewis Payne, tomada en 1865 por Alexander Gardner. Él llamaba a ese destello punctum, para subrayar que, más allá del tema de la fotografía, se trata de algo que, como una daga afilada, apunta al observador y hiere su mirada, por mucho que se trate de un instante del pasado lejano de un individuo que nos es completamente desconocido. Como ese apagado esplendor que Baudelaire descubrió en los ojos de los pobres del París del Segundo Imperio.

Aunque todas las metáforas de ese instante hablen de luz, el pinchazo que conmueve al ojo y quema la imagen es más bien el de un ocaso, el de un fulgor retratado en el momento de su extinción: los que van a morir nos saludan y nos recuerdan nuestra esencial pobreza, la de los hombres modernos en cuyos ojos ya no centellea la eternidad que alumbraba el cuerpo de la Venus de Boticelli sino, como mucho, el temblor mortecino de las lámparas de gas, de los flexos de comisaría o de los faros automovilísticos, que irradian a su alrededor una oscuridad tan impenetrable como la de las cuencas vacías de la calavera que Hamlet sostiene en sus manos. Y es ese desvanecimiento lo que nos conmueve y nos interpela como criaturas mortales y desamparadas.

Como pude, me abrí paso hacia la otra exposición, advertido por mis prejuicios de que el pop es siempre una celebración superficial y acrítica de los fuegos fatuos del capitalismo, y de que por tanto allí no encontraría nada de lo que había visto en la primera muestra. Pero mientras escuchaba (ya no sé si en mi cabeza o en la propia sala) algunos compases del sólido disco de Bowie de 2013, The next day, me vino por casualidad a la memoria otro viejo anuncio de la casa Collins, visto hace una eternidad, en el que se leía “Machetes and Bowies” (un Bowie knife es algo así como una daga) y, de golpe, descubrí un punctum también en estas otras imágenes.

No fue fácil: estaba oculto bajo el glamour y la elegancia de la voz de barítono brillante del autor de Absolute beginners. La chispa que en aquellas fotos chamuscaba la exuberancia del ídolo con un atisbo de realidad venía de la pupila constantemente dilatada del ojo izquierdo del cantante, fruto de una herida recibida en una pelea adolescente en el suburbio londinense de Bromley. A través de esa retina dañada y desprovista de profundidad, llegaba al observador atento toda la pobreza que se ocultaba tras las lentejuelas, todo el trasfondo de yonkis desnortados que habían acompañado su estrellato, y hasta la miseria escondida en su propia salida a Bolsa, convertido desde 1997 en un activo financiero y luego, ignoro si con responsabilidad o sin ella, en un nombre más de la infame lista Falciani de evasores fiscales.

Me di cuenta de que también Bowie había perdido su mirada, no por el abandono que reflejaban los desheredados de los retratos de Evans, sino porque su conversión en negocio y en espectáculo había sepultado su rostro bajo la multitud de semblantes anónimos que habían hecho de él un objeto icónico de veneración y culto. No me dio lástima (lo abultado de su fortuna en comparación con la mía me lo impide absolutamente). Pero me hizo comprender dos cosas. Una, que el oficio de poeta (porque poesía es lo que hay en las fotos de Evans y en muchas canciones de Bowie) no puede consistir, en nuestros días, en otra cosa que en rastrear el punctum, en saber hacer de la pérdida del alma una imagen o un sonido en los que se tornan sensibles, por un instante, todas las almas perdidas de este mundo. Y dos, que en toda la opulencia posindutrial que disimula nuestras carencias a base de prótesis tecnológicas y audiovisuales late la misma pobreza punzante que chispeaba en los ojos del condenado a muerte Lewis Payne, y que quizá no podamos ya percibirla más que a través de esas imágenes de cuya condición artística siempre dudamos, como las litografías de Warhol sobre Marilyn o Elvis, en las que sólo creemos ver la reproducción publicitaria de una marca, pero en las que una imperfección o una sombra hacen del maquillaje no una ocultación del dolor, sino la única condición bajo la cual las arrugas se hacen visibles justamente en su afán de esconderse.

José Luis Pardo es filósofo.

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