Verde es un color difícil

Bastaría un recorrido por la Historia del Arte para encontrar suficientes elementos para sostener la afirmación que encabeza este artículo, pero no es el terreno que he elegido en esta ocasión. La inminencia de un Gobierno que se anuncia como progresista, por un lado, y la próxima celebración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP25) en Madrid, por otro, constituyen una oportunidad para reflexionar sobre la dificultad de las políticas medioambientales, o “verdes”, constatarla, advertir de la misma e insistir en su necesidad.

Hace 30 años, exactamente el 14 de septiembre de 1989, este diario publicó a doble página un extenso artículo mío titulado La selva del porvenir. En él describía el proceso de deforestación sufrido por la Amazonia, razonaba que era el mejor símbolo de los problemas ecológicos que acechaban al planeta, establecía una analogía entre aquella selva y Río de Janeiro, “la Amazonia urbana”, defendía la necesidad de implicar a las grandes ciudades, centros de poder, en la lucha por el medio ambiente, y proponía que Río de Janeiro fuera elegida capital ecológica del mundo desde donde dar un empuje definitivo a las políticas y luchas medioambientales.

Las buenas ideas raramente se realizan por completo, pero tampoco tienen por qué caer en saco roto. Río de Janeiro no es la capital ecológica del mundo, pero fue elegida sede de la Cumbre de la Tierra del año 1992, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, un acontecimiento extraordinario que generó multitud de iniciativas e infundió grandes esperanzas. Por ejemplo, sin aquella Cumbre de la Tierra difícilmente hubiera tenido lugar en Berlín el año 1995 la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático. En los próximos días va a celebrarse su edición número 25, por tanto, las partes no han estado de brazos cruzados.

¿Dónde estamos? La Amazonia arde y los científicos del Programa de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente en su reciente Informe sobre la brecha de producción constatan que los países productores de combustibles fósiles prevén extraer en la próxima década un volumen de carbón, petróleo y gas 120% superior al que sería necesario para cumplir los Acuerdos de París de limitar el calentamiento atmosférico al 1,5% respecto al nivel de la época preindustrial. Pues bien, si hay producción es porque hay demanda, sin olvidar el poder de la producción para configurarla. Así se han frenado las transformaciones tecnológicas, económicas y en los valores y hábitos sociales requeridos para solventar los graves problemas ambientales.

Arrastramos esta incongruencia entre la dinámica del sistema económico y la preservación del hábitat para las diversas formas de vida, incluida la humana, sin que haya sido posible subsanarla con las políticas medioambientales. Esto no significa que estas no procuren mejorías en determinados aspectos y sobre todo en la calidad de vida de una parte de los ciudadanos, pero en lo fundamental la incongruencia se ha agudizado, de modo que en un balance riguroso solo se puede concluir que las políticas han fracasado. El cambio climático, tan justificadamente en boga, es una tremenda prueba de este fracaso, pero no la única. Hay otras muy graves: amenaza nuclear, pérdida de diversidad, desforestación y desertificación, escasez de agua, migraciones masivas, aglomeraciones urbanas, crecimiento insostenible, sobreexplotación de las materias primas y de las poblaciones usadas para extraerlas, contaminaciones y efectos en la salud, etcétera.

Ante este panorama es legítimo preguntarse si son posibles políticas medioambientales eficaces sin partidos que hagan de ellas su naturaleza propia y alcancen el poder para implementarlas. La pregunta es oportuna en vísperas de la formación de Gobierno y más aún cuando ninguno de los partidos integrantes del mismo es un partido verde. En Podemos hay algunos ecologistas de larga trayectoria, pero Equo, el partido verde que tenían incorporado, optó recientemente por cobijarse bajo otro paraguas político sin conseguir tampoco insuflarle demasiada energía. Algo más esperanzador resulta que se haya creado un Ministerio para la Transición Ecológica dentro del Gobierno del Partido Socialista.

Mi experiencia en el Ayuntamiento de Barcelona como director de sus programas de medio ambiente me lleva a las siguientes conclusiones y recomendaciones. Al no ser ni el Partido Socialista ni Podemos partidos de naturaleza ecologista, su decisión de llevar a cabo políticas medioambientales rigurosas dependerá en gran medida de las personalidades implicadas. En Barcelona fueron un éxito cuando Raimon Obiols, Pasqual Maragall y Lluís Armet encabezaban el partido o el ayuntamiento. Mi primera recomendación, pues, sería que ambos partidos fueran incorporando en su propia naturaleza las convicciones y conocimientos medioambientales para que sus políticas no dependieran decisivamente del grado de ilustración de los dirigentes de turno. La segunda recomendación sería que la Transición Ecológica se elevara a vicepresidencia para que desde allí impregnara el conjunto de las áreas y políticas del Gobierno. La complejidad y la importancia de los desafíos y oportunidades medioambientales así lo exigen.

Lluís Boada es doctor en Ciencias Económicas y en Humanidades.

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