Verónica Forqué y la valentía de pedir ayuda

El sábado pasado asistí a la gala de los Premios Forqué. Nada me hizo pensar que algunos días después saltaría la noticia del fallecimiento de Verónica Forqué.

Mucho se ha dicho y escrito en estos días sobre las circunstancias de su muerte. La mayoría de las hipótesis apuntan a un suicidio cocido al fuego lento de una depresión. Cierto o no, es quizá buen momento de hablar, sin máscaras, sobre este problema de salud que se trata de ocultar para evitar el dedo acusador que nos viste de vulnerabilidad. A las cosas hay que llamarlas por su nombre. Así que hoy hablaremos de enfermedades mentales. Ofrezco mis disculpas anticipadas por posponer el tema que anuncié en mi anterior texto, la sepsis, mas la actualidad impone reflexionar sobre otro gran problema de salud.

Lo primero que debemos entender, en este contexto, es que las enfermedades mentales no entienden de estratos sociales, edades, profesiones, razas, orientación sexual y un largo etcétera. Todos somos dianas potenciales.

Existe un arraigado credo en identificar cualquier enfermedad mental con una discapacidad absoluta y, lo que es aún peor, con una acusada fragilidad. Más de una vez escuchamos que eso ocurre a los blandos de carácter o que son “cosas de mujeres”. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la enfermedad mental más común (te hablo de la depresión), afecta a 300 millones de personas en el mundo y esto no correlaciona con su edad, ocupación, sexo o condición social.

España reproduce este hecho y la lista continúa con la ansiedad y la esquizofrenia. Los datos que aporta el Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental (CIBERSAM) nos indican que estos trastornos afectan a casi el 20% de la población española. Probablemente estas cifras se han quedado obsoletas después de una pandemia que nos ha impactado a todos. De hecho, amigos profesores me comentan que es alarmante como este curso han aumentado la depresión y la ansiedad entre los jóvenes.

En el ámbito de la ciencia no estamos exentos de sufrir alguna enfermedad mental. Son conocidos los casos de depresión ocasionados por la frustración que genera la falta de resultados en la investigación. La lista de celebridades científicas aquejadas de depresión es enorme. Tesla sufrió ataques de nervios en 1880. Darwin tuvo una pléyade de síntomas que casan con más de 40 enfermedades mentales. Newton manifestó deseos suicidas en varias ocasiones. Boltzmann acabó suicidándose tras una depresión, y lo mismo ocurrió con el matemático japonés Yutaka Taniyama. Todos ellos personas de gran éxito profesional.

Actualmente se considera que el 40% de las personas que están inmersas en su doctorado presentan síntomas de ansiedad o depresión. Un cálculo rápido nos dice que los científicos en formación tienen seis veces más probabilidad de tener una pobre salud mental que la población general. Es posible que la competencia a la que nos aboca el sistema se encuentre detrás de estos números. También la padecieron grandes figuras literarias como nuestro Premio Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez o la Premio Cervantes de 2010, Ana María Matute. Nadie está libre.

Muchas veces no prestamos atención a señales que nos llegan de amigos, colegas y familiares inmersos en una depresión que los puede llevar a un desenlace mortal. En ocasiones somos incapaces de reconocer nuestras propias señales y actuar en consecuencia. Sin tener que buscar bibliografía ni estadísticas, te puedo decir que, en 2005, cuando me encontraba en un dulce momento profesional debido al descubrimiento que hicimos de un mecanismo que impide a las defensas eliminar tumores, un grupo de colegas me hicieron un bullying de libro que hizo temblar mis cimientos.

Por aquel entonces no se estilaba denunciar estos comportamientos y mostrar afectación te hundía aún más. Tuve la suerte de identificar lo que ocurría, buscar ayuda psicológica y solucionar el tema. La rapidez con la que pude salir de aquella depresión en ciernes me hizo pensar en aquel momento que era imbatible.

No sabía, ingenuo de mí, qué lejos estaba de la realidad: el 2020 llegó con las 16 horas de trabajo diario, la incertidumbre de la pandemia, la responsabilidad de reabrir un instituto donde se investigaría con muestras de pacientes con Covid-19, el desarrollo de varios proyectos para escudriñar la inmunología asociada a esta enfermedad, un máster que me obligué a terminar y la lejanía de la escasa familia biológica que me quedaba… Todo esto hizo clara mella en mi coraza a prueba de acosadores.

Mientras analizaba datos con celeridad, publicaba más de diez artículos científicos en un año sobre COVID-19, escribía dos libros sobre pandemias y me empeñaba en divulgar lo que sabía en todos los medios de comunicación al alcance, algo iba resquebrajando mi entereza.

Sufría una depresión inmensa que no me atrevía a reconocer. ¿Quién se iba a fiar de un científico que se reconocía deprimido? ¿Qué medio de comunicación aceptaría mi recomendación sobre qué hacer en la pandemia? ¿Cómo me iba a mostrar débil frente a mi equipo de investigación? ¿Qué dirían mis colegas, aquellos acosadores del 2005?

Todo esto me hizo ocultar y, ¡lo que es incluso peor!, ocultarme la depresión. Reprimía lo que me oprimía. Sabía que mostrar la fea realidad te hace diana de los peores instintos humanos.

Entonces llegó el detonante, desde la Isla Metafórica donde nací, una noticia me revolvió el alma: fallece mi única hermana por Covid-19. El suelo se abrió bajo mis pies. Reconocí la depresión que se estaba gestando, hablé con los amigos cercanos y mi pareja de entonces, busqué ayuda.

Sí, me entregué a los profesionales que siguen un método científico y empecé a remontar. No me da ningún reparo contarlo. Hoy reconozco que es de valientes pedir ayuda. Es una salida del armario más. Quien vea en ello un signo de debilidad se equivoca; más peligro corre aquel que no reconoce lo que ocurre por temor a ser señalado. Detrás de cada fachada de éxito puede haber una persona que sufre, no lo olvides.

Verónica Forqué se nos ha ido y la depresión parece estar detrás de esa partida. La ciencia nos puede ayudar a evitar estas desgracias a tiempo.

Eduardo López-Collazo es director científico del Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital Universitario La Paz (IdiPAZ), de Madrid.

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