Vesania legislativa

Los evidentes extravíos y errores técnicos que habremos de padecer a causa de los últimos disparates legislativos del gobierno y sus mariachis, las llamadas ley trans, ley de protección animal, ley del solo sí es sí, improvisaciones fiscales y un variopinto etcétera, puede que tengan la virtud de hacer que muchos caigan en que esta vesania legislativa implique la peor de las corrupciones de la democracia, pero puede que nos impida ver que el verdadero riesgo civil no está en que haya varias leyes insoportables y absurdas, sino en que vivimos ahogados en un mar de leyes innecesarias: baste recordar que nuestro BOE supera con generosidad las decenas de miles de páginas al año, sin contar con el número equivalente de hojas de sus hermanos menores en CCAA, diputaciones, ayuntamientos  y otros entes con una capacidad regulatoria inabarcable.

Las democracias modernas se edificaron sobre la necesidad de defender los derechos comunes frente a las exacciones y abusos del poder de los soberanos, pero, por desgracia, esas asambleas han derivado en parlamentos de partido que solo se preocupan, con raras excepciones, de favorecer los intereses del poder político, de modo que en lugar de combatir el despilfarro público lo incrementan de manera grosera y en lugar de aflojar el dogal sobre el cuello de los ciudadanos lo aprietan día a día con una gran variedad de leyes innecesarias, perjudiciales y absurdas.

El incremento de la legislación ha hecho que la ley haya dejado de ser un instrumento que pone límites al poder para convertirse en un acto político fundamental, en un factor que altera aspectos muy básicos de las relaciones de los ciudadanos con el poder y de los ciudadanos entre sí. En las sociedades contemporáneas, las leyes han dejado de ser una base de regulación que promueva la convivencia, y se han convertido en el objetivo ideal de la política misma. Los políticos nos prometen hacer nuevas leyes y es de las promesas que cumplen casi siempre, incluso con largueza.

La paradoja implícita en esta evolución de la legislación es doble: por una parte, la ley deja de ser un marco y se convierte en un objetivo político, de forma que gobernar se confunde con dictar leyes; pero, por otra, las leyes pierden casi del todo cualquier relación con un fundamento que esté más allá del acontecimiento presente, se modernizan de manera constante, viven del futuro mucho más que de la experiencia. En la práctica se convierten en una jaula barroca que ahoga cualquier espontaneidad y que acaba significando una amenaza constante para gran variedad de actividades ciudadanas, por muy alta y excelsa que pretenda ser su justificación. A fuerza de pretender que promueven un bien se olvidan de que interfieren de modo constante en algo que se debiera considerar primordial, la libertad y la autonomía de los ciudadanos.

Una legislación incontrolable y selvática tiende a ocultar su impertinencia empapándose de consideraciones moralizantes, lo que es una manera de ocultar su vocación totalitaria, para convertirse en útiles de una ingeniería social que pretende convertir a los Estados en administradores vigilantes, permanentes y minuciosos de nuestras vidas y en jueces de nuestra moralidad con derecho a castigar a quienes se opongan a la normalidad que en cada caso se establezca.

La búsqueda incesante de una ley que diga a cada cual lo que tiene que hacer implica la negación de la libertad política y de la autonomía moral de los ciudadanos y lo hace identificando la ética con el poder capaz de imponerla. Los Estados han acabado por apropiarse de una función irrenunciable de la libertad humana, aquella que la relaciona con ideas tales como la Igualdad, la Justicia o el Bien, con los vínculos esenciales de cada uno de nosotros con todos los demás, y al hacerlo ha condicionado de forma decisiva la percepción que los ciudadanos tienen de sus derechos, negando cualquier legitimidad a quien quiera enfrentarse al tirano.

Un genuino carácter antiliberal inspira la acción legislativa de los Estados cuando quieren imponer conductas que debieran reservarse al buen sentido, y pretenden que el cumplimiento de esas obligaciones sea controlado por aparatos burocráticos y tecnológicos que registren todas nuestras acciones y nuestra intimidad para poder castigar cualquier perversidad individualista, de forma que hacen realidad el ideal que expresó ya hace muchos años Gunnar Myrdal al afirmar que es necesario proteger a las personas de sí mismas.

La vesania legislativa es sinónimo de un Estado omnipresente, de ese ogro filantrópico que reduce cualquier democracia efectiva a un trámite doloroso lento y arbitrario en sus oficinas, a implorar permiso tras permiso en cualquiera de las miles de esquinas de un engendro cancerígeno que es a la vez administrativo, informático, asistencial, recaudatorio, punitivo, planificador, proyectivo, financiador, emisor, prestamista, fiscalizador, educativo, comerciante, proveedor, sanitario, medioambiental, industrial, innovador, inversor, gestor, registrador, garante, prestamista, certificante, inspector, diplomático, militar, más incluso de lo necesario para realizar el ideal de que todo lo que no esté prohibido sea obligatorio.

Casi medio siglo después de aquellas canciones libertarias de los primeros años de democracia, Al vent, Para la libertad, A quién le importa, Al alba, Libertad sin ira, que, con su ingenuidad, pretendían dejar atrás el franquismo, nos encontramos con una situación en la que algo esencial del sistema que se quería superar vuelve a vigilarnos y a castigar un sinnúmero de acciones y vicios incontrolados. Como ha sugerido Juan Francisco Fuentes, cierto franquismo sociológico, la confianza en el Estado frente al mercado, la superioridad moral del Estado providencia y un fuerte apego a lo público, han sido factores de gran importancia en el predominio político de la izquierda española en estas décadas. Ahora, lo que muchos perciben es los continuos errores y absurdos de la arbitrariedad y el abuso, la intolerancia frente al pensamiento libre, pero no son todavía suficientes los que caen en la cuenta de que el camino hacia la dictadura totalitaria, tan de moda en el mundo entero, se hace cada vez más llevadero en la vesania legislativa de quienes pretenden superar lo poco que queda de una democracia liberal con modelos descaradamente autoritarios.

Es frecuente señalar que la derecha parece en ocasiones una izquierda envejecida, pero apenas se repara en que la izquierda es quien en verdad apuesta por la legislación universal, quien cataliza los procesos que llevan al disparate de una vida colectiva en la que no tenga cabida ninguna libertad, en que la protesta queda reducida a la repetición de las consignas del mando contra ese enemigo de gutapercha que se fabrica a base de decretos, porque la libertad se reduce a la obediencia de quien dice actuar en nombre de todos y se siente, por eso mismo, omnisciente, todopoderoso y providente, un dios hipócrita que se presenta amable a la vera del camino marcado por una inacabable sucesión  de prohibiciones y mandatos. ¿Hay alternativa a todo esto? En muchas ocasiones, no se acierta a ver ni el cómo ni el quién.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es 'La virtud de la política'.

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