Viaje a otra Tierra

Entre las numerosas noticias que pueblan las -afortunadamente cada vez más importantes- secciones de ciencia de los medios de comunicación resulta a veces difícil identificar aquéllas que constituyen auténticos hitos llamados a entrar en la historia de la ciencia. Uno de estos hitos, que no debe pasarnos desapercibido, se nos comunicó hace tan sólo unas semanas: el descubrimiento de Próxima b, una nueva Tierra potencialmente habitable que, necesariamente, es la más cercana a nuestro planeta. En efecto, este exoplaneta orbita en torno a Próxima Centauri, la estrella que -a tan sólo 4,2 años luz de distancia- es la más próxima de nuestro Sol, de ahí su nombre. Su cercanía -que permite obtener el máximo detalle posible en las observaciones astronómicas- y su emplazamiento -en la zona de habitabilidad de su estrella- hacen de Próxima b el planeta de referencia en el que llevar a cabo todo tipo de comparaciones con la Tierra. Destaquemos que este descubrimiento se lo debemos a un equipo internacional de astrónomos coordinado por el español Guillem Anglada-Escudé que se encuentra investigando en la Universidad Queen Mary de Londres.

Viaje a otra TierraPara hacernos una idea de las distancias y del reto observacional que este descubrimiento supone, imaginemos por un momento que, desde la superficie de la Tierra, emprendemos un viaje hacia Próxima b. Las maravillas que ofrece la mirada cercana sobre nuestro planeta -una flor, una concha en la playa, un insecto o una obra del arte humano- se pierden rápidamente en cuanto nos alejamos un poco. Desde un avión, a unos kilómetros de altura, tan sólo distinguimos los grandes accidentes geográficos, las ciudades sin mucho detalle y algunos pueblos y carreteras con dificultad.

Desde las estaciones espaciales, a unos cientos de kilómetros de altura, pueden verse las grandes ciudades durante la noche gracias a su generosa iluminación, pero durante el día no es posible ver ninguna construcción humana, ningún rastro de vida. Contrariamente a lo que a menudo se dice, ni siquiera la Gran Muralla China -que tan sólo mide unos cuatro o cinco metros de anchura- puede llegar a distinguirse desde las plataformas espaciales. Sí que se ven las humaredas provenientes de numerosos incendios pero, sin más conocimiento adicional, sería difícil decidir si son ocasionados por el hombre o son de origen natural. Las erupciones volcánicas, los huracanes, los grandes icebergs, las auroras polares y otros fenómenos naturales son los mayores espectáculos que los astronautas contemplan desde las ventanas de la Estación Espacial Internacional.

Los doce seres humanos que han tenido el privilegio de pasear por la superficie de la Luna no han podido distinguir las grandes megalópolis terrestres ni siquiera de noche. Desde allí -a unos 350.000 kilómetros de distancia- tan sólo se observa el peculiar aspecto azul marmóreo que componen las nubes con los océanos. En una instantánea de la Tierra tomada desde Marte obtenida por el robot Curiosity hace un par de años -a unos 160 millones de kilómetros de distancia- nuestro planeta aparece como un astro muy modesto y la Luna apenas se distingue a simple vista. Desde el planeta rojo sería preciso utilizar un telescopio para llegar a observar las mayores cordilleras de la Tierra y los contornos de sus continentes, cuando esas zonas estén despejadas de nubes.

Como un punto aún más insignificante aparece la Tierra en unas imágenes enviadas por la sonda Cassini desde Saturno, a 1.400 millones de kilómetros de distancia: una pequeña mota de polvo flotante en el firmamento. En la famosa fotografía del pálido punto azul tomada en 1990 por el Voyager 1 a petición de Carl Sagan, desde 6.000 millones de kilómetros, nuestro planeta apenas es perceptible, resulta indispensable indicar ese punto con una flecha o una explicación en la leyenda de la imagen para no pasarlo por alto.

Según nos alejamos del sistema solar, el propio Sol se convierte en un punto tristemente pálido, y la Tierra, al ser miles de millones de veces menos brillante que nuestro astro rey, se desvanece completamente. Si, con telescopios, llegásemos a observar desde allí nuestro planeta, la única peculiaridad que distinguiríamos sería el color azulado que procede de los dos tercios de su superficie que están ocupados por el agua líquida. Con un gran telescopio quizás se podrían distinguir los polos y la rotación terrestre que ocasiona un cambio en el color del planeta a lo largo del día. Ya según nos acercamos a Próxima b, las diferencias de brillo entre el Sol y la Tierra harían extremadamente difícil llegar a distinguir nuestro planeta incluso con telescopios extraordinariamente potentes. Es como si, de noche y desde un barco en alta mar, intentásemos observar un insecto que pasa por delante de un faro que se encuentra en la costa a varios kilómetros de distancia.

Pues bien, ahora podemos estimar el logro alcanzado por nuestros astrónomos. Si, como en un juego de espejos, pensamos ahora recíprocamente en la observación de Próxima b desde la Tierra, podemos comprender bien que es imposible con los medios técnicos actuales obtener una foto de ese planeta vecino desde el nuestro. Sin embargo, las oscilaciones causadas por el bamboleo de la estrella al ser perturbada por la gravedad del planeta crean unos pequeñísimos temblores sistemáticos en la luz estelar. Los colores varían ligerísimamente hacia el extremo rojo del espectro, y luego hacia el azul, según el planeta se encuentra detrás o delante de la estrella. Estos temblores luminosos son similares a los cambios de frecuencia que observamos en la sirena de una ambulancia según se aleja o según se dirige hacia nosotros, la causa de ambos fenómenos es el mismo efecto Doppler.

Han hecho falta 16 años de observaciones astronómicas para llegar a detectar inequívocamente el pequeño exoplaneta Próxima b. Pero a pesar de las dificultades y de las limitaciones que los instrumentos actuales imponen a las observaciones, ha sido posible deducir que este planeta es un 30% más masivo que nuestra Tierra, que su año (el tiempo que tarda en dar una vuelta alrededor de su estrella) tan sólo dura 11,2 días terrestres, y que su temperatura media debe rondar los 4 grados Centígrados, lo que permitiría la existencia de agua líquida.

La distancia a Próxima b es de 40 billones de kilómetros (naturalmente billones en castellano, es decir, millones de millones) por lo que, de realizar con la tecnología actual el viaje imaginario relatado más arriba, necesitaríamos cientos de siglos para completarlo. Mientras vemos la manera de llegar allí, no nos queda más opción que seguir construyendo telescopios progresivamente mayores que nos permitan estudiar la composición de su atmósfera mediante el análisis de su luz (espectroscopía) y quizás llegar a obtener un día una imagen del planeta. Quizás en su atmósfera podamos encontrar un día biomarcadores, esto es, signos de algún tipo de vida. Quizás nuestros radiotelescopios puedan llegar a detectar un día las ondas de radio producidas por una civilización avanzada.

O quizás sean los potenciales habitantes de Próxima b los que estén escudriñando nuestra Tierra con mayor detalle que nosotros a ellos, y quizás desde allí lleguen a detectar primero la intensa actividad humana: los clorofluorocarbonos de los aerosoles que destruyen la capa de ozono, los gases liberados por frigoríficos y sistemas de aire acondicionado, el metano generado en gran medida en la producción de combustibles (otra parte es producida directamente por organismos vivos), la intensa polución electromagnética que, en forma de ondas de radio, es emitida por los múltiples sistemas electrónicos de nuestra sociedad tecnificada.

El ser humano está alterando nuestro planeta y su entorno de manera indeleble, lo que deja unas huellas biomarcadoras que sin duda simplificarían la tarea de buscar vida en la Tierra a los posibles alienígenas de Próxima b. Confiemos en que ellos no necesiten, como parece que nosotros necesitaremos un día, emigrar a otro planeta para sobrevivir. Si viniesen a la Tierra -posiblemente su vecina más cercana y similar- en busca de socorro, me temo que podríamos serles de muy poca ayuda.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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