Viaje por la China disidente en el Año del Gallo

La prensa occidental está llena de noticias sobre el ascenso de China a la categoría de superpotencia mundial. Pekín recibe a diario un flujo constante de políticos y delegaciones que confían en la economía del país, cuyo ritmo de crecimiento sigue aumentando. Las inversiones llegan a raudales y, para coronar el nuevo prestigio de China, la capital será la sede de los Juegos Olímpicos de 2008.

Sin embargo, tras viajar extensamente durante todo el año 2005 y parte de 2006 por gran parte del territorio del país, visitar no sólo sus ciudades populosas sino también sus rincones más recónditos, a los que llegan pocos occidentales, y hablar con decenas de disidentes, de funcionarios del Partido Comunista y con gente de la calle, mi convicción de que el siglo XXI no pertenecerá a China ha salido reforzada. Es cierto, 200 millones de ciudadanos chinos, que tienen la fortuna de trabajar para un mercado mundial en expansión, disfrutan cada vez más de un nivel de vida de clase media. Los 1.000 millones restantes, sin embargo, constituyen una de las poblaciones más pobres y explotadas del planeta y carecen de los más mínimos derechos y servicios públicos. El Partido Comunista, si bien ha dejado de ser totalitario, sigue siendo cruel y opresivo.

Su mendacidad ha quedado totalmente demostrada durante la crisis del sida en China. El problema es más grave en la provincia de Henan, donde un número no declarado de campesinos pobres contrajo la enfermedad durante los años 90 al vender su plasma sanguíneo. El proceso consistía en realizar transfusiones para crear un fondo general con todas las donaciones, extraer el plasma y luego reinyectar la sangre a los donantes. China no llevó a cabo pruebas de VIH y al final muchas personas quedaron infectadas al recibir sangre contaminada. En este momento se están registrando centenares de muertes.

La primera reacción del Gobierno fue negar la existencia del problema, acordonar las zonas afectadas y esperar a que murieran los enfermos (las mismas medidas que el Gobierno intentó implantar cuando se produjo el brote de SARS: Síndrome Respiratorio Agudo y Severo). En este caso, la Policía prohibió la entrada en las aldeas habitadas por personas infectadas (incluso aparecieron nuevos mapas de la provincia donde no figuraban estas aldeas). Tras verse obligado a reconocer el problema cuando los medios de comunicación internacionales comenzaron a informar sobre la situación, el Partido, sin embargo, ha mantenido su estrategia de confusión.

Cuando Bill Clinton visitó Henan en 2005 para distribuir fármacos contra el sida, por ejemplo, el Partido le impidió presentarse en las aldeas más afectadas. En cambio, en la capital de Henan posó ante las cámaras junto a varios huérfanos enfermos que habían sido seleccionados por el Partido. Fue una elaborada farsa de relaciones públicas: ¡China, con la ayuda de Occidente, hacía frente al sida!

Si Hu Jia, defensor de los derechos humanos, hubiese ofrecido a Clinton una visita guiada, el ex presidente norteamericano se habría llevado una impresión muy nefasta. Con sólo 30 años, Hu Jia es un demócrata y un budista practicante que está a favor de la independencia de Tíbet. En 2004 abandonó sus estudios de Medicina para cuidar a los enfermos de Henan. Meses después de las fotos de Clinton, Hu y yo viajamos a Nandawu, una de las aldeas que no pudo visitar el ex presidente estadounidense, donde viven 3.500 personas. No es difícil llegar: es posible pasar el control policial escondido debajo de una lona en el interior de un remolque, pues los policías tienen tanto miedo al sida que no se atreven a entrar en la aldea. Lo que vi en este lugar, sin embargo, no lo olvidaré nunca. La enfermedad afecta al menos al 80% de las familias; en todas las casuchas a las que entramos vimos al menos a una persona agonizando.

La mayoría de los enfermos carece de medicamentos. Una mujer le había puesto un suero a su esposo, un hombre cubierto de úlceras que llevaba dos años postrado en cama. ¿Qué contenía la botella de suero? La mujer no lo sabía. ¿Por qué lo hacía? «He visto en los hospitales y en la televisión que a los enfermos hay que ponerles sueros».

Mientras Hu se dedicó únicamente a ayudar a los enfermos y llevarles dinero y comida, el Partido lo dejó en paz. Sin embargo, hace poco llamó la atención de las autoridades porque instó a las víctimas a crear una organización para exigir más ayudas al Gobierno. A veces el Partido tolera a algún disidente, pero no está dispuesto a tolerar asociaciones «no autorizadas». Hace varios meses el Gobierno puso a Hu bajo arresto domiciliario en Pekín.

No obstante, es imposible reprimir la disidencia en todas partes. Se han producido numerosas revueltas en las zonas rurales. El Gobierno calcula que el número de enfrentamientos con las autoridades (también se han registrado en barrios periféricos de centros industriales) asciende a 60.000 al año, aunque algunos expertos opinan que la verdadera cifra es superior a los 150.000, y que va en ascenso. Cuando, a finales de 2006 llegué a una aldea en lo más profundo de la provincia de Shaanxi, tras un viaje de 40 horas desde Pekín en tren, coche y tractor, no vi ningún indicio de los disturbios que se habían producido un mes antes.

Tras recibir mensajes de texto provenientes de la aldea, la prensa de Hong Kong informó de que se había producido un enfrentamiento violento entre los campesinos y la policía que se saldó con varias personas heridas, desaparecidas o incluso muertas, aunque la policía había hecho desaparecer los cadáveres. Al final logré reconstruir los motivos del levantamiento. La aldea tenía un colegio casi en ruinas, que carecía de calefacción, tiza y maestro. En principio, la educación es obligatoria y gratuita en China, pero el secretario del Partido, el cerebro de la aldea, obligó a los padres a pagar por la calefacción y las tizas. A continuación, llegó un maestro de la ciudad que exigió cobrar más del sueldo asignado por el Gobierno y pidió más dinero a los padres. La mitad de ellos, integrantes del clan más próspero, se mostró conforme; la otra mitad, del clan más pobre, se negó a pagar.

Al estallar una refriega, el maestro huyó. El secretario del Partido intentó intervenir pero fue linchado. Poco después la policía asaltó la aldea con porras y armas de fuego. El colegio ha vuelto a abrir sus puertas, el puesto del maestro lo ocupa un habitante de la aldea que sabe leer y escribir «pero nada más», según él mismo reconoce. Estos disturbios expresan la desesperación de los campesinos ante el lúgubre futuro que les espera.

La emigración puede ser una salida, pero no resulta fácil encontrar empleo en la ciudad. Es necesario obtener todo tipo de permisos, y la única forma de hacerlo es sobornando a los burócratas. El destino de los trabajadores itinerantes chinos, de los que ahora hay 200 millones, es trasladarse de un lugar de trabajo a otro a cambio de un sueldo de miseria en el mejor de los casos. Los emigrantes internos no suelen obtener permiso para llevar a sus familias, pero aun si pudieran, obtener alojamiento y educación para sus hijos les sería prácticamente imposible.

La suerte de los ciudadanos chinos a menudo depende de su procedencia. Una persona nacida en Shanghai se considera un aristócrata y se le concede derecho a vivienda y educación en la ciudad. Sin embargo, otra persona nacida en una aldea sólo puede estudiar en el colegio local hasta que obtenga el acceso a alguna universidad, toda una hazaña para un campesino chino. Un profesor norteamericano, Feiling Wang, llegó a China para estudiar este sistema de discriminación, que pocos conocen en Occidente, pero el Gobierno lo expulsó.

Los habitantes de las aldeas me decían a menudo que no es al secretario del Partido a quien más odian, sino a los agentes de planificación familiar encargados de imponer la política china de un solo hijo por familia, a menudo empleando una violencia terrible contra las mujeres. La política de un solo hijo no sólo es monstruosa, sino que además está produciendo una creciente población envejecida con necesidades de asistencia, un problema para el que no está preparado un país pobre como China. ¿Podrá el fuerte crecimiento económico de la nación poner fin al descontento de la población? No, según el reconocido economista Mao Yushi, que se encuentra bajo arresto domiciliario por haber exigido al Gobierno que se disculpe por la masacre de la Plaza de Tiananmen en 1989. Mao Yushi no cree en los cálculos del Partido, que ha anunciado un crecimiento anual del 10%. ¿Y por qué iba a creer en las cifras oficiales cuando el Partido miente constantemente sobre todo? De acuerdo a sus propios cálculos, se obtiene una tasa de crecimiento del 8% anual, que es muy sólida, pero no es el milagro del que hablan algunos expertos en Occidente.

Además, Mao cree que la actual tasa de crecimiento no es sostenible, pues los típicos cuellos de botella de la naturaleza -escasez de energía, materia prima y especialmente agua-, se convertirán en obstáculos. Por otra parte, dice Mao, el hecho de que las decisiones de inversión a menudo obedecen a consideraciones políticas en lugar de a razones de mercado, ha generado un aumento del desempleo que, probablemente, se acerque al 20%, y no al 3,5% del que hablan las cifras oficiales.

Muchas personas en Occidente piensan que el crecimiento económico de China ha creado una clase media independiente que exigirá una mayor libertad política. Sin embargo, lo que existe en China, sostiene Mao, no es una clase media tradicional, sino una clase de advenedizos, recién llegados que trabajan en las Fuerzas Armadas, la administración pública, las empresas estatales o en compañías aparentemente privadas, pero que en realidad son propiedad del Partido.

El Partido se encarga de pagar las cuentas de sus teléfonos móviles, restaurantes, viajes de estudio al extranjero y coches importados de lujo, y cubre sus enormes gastos en los casinos de Las Vegas. Y puede retirar estas prebendas en cualquier momento. En marzo, China anunció que concedería el derecho a la propiedad privada a los advenedizos (aunque no a los campesinos). Ahora podrán dejar a sus hijos todo lo que hayan adquirido, otro motivo por el cual no parece probable que exijan la democratización de un régimen que garantiza sus privilegios.

Como la economía del país necesita desesperadamente a los consumidores e inversores occidentales, los propagandistas del régimen hacen todo lo que pueden para obtener el apoyo de los detractores extranjeros. «¿Se atreve a negar el éxito de China, su estabilidad social, su crecimiento económico, su renacimiento cultural y su contención en el ámbito internacional?», me preguntó en París un experto financiado por el Partido. Le respondí que la opresión política y religiosa, la censura, la pobreza rural crónica, los excesos de la política de planificación familiar y la corrupción generalizada son tan reales hoy en China como su crecimiento económico. «Lo que dice es cierto, pero afecta sólo a una minoría que aún no se ha beneficiado de las reformas», afirmó. Sin embargo, nada garantiza que esta llamada minoría -¡1.000 millones de personas!- se integrará en la China moderna.

Es muy posible que siga siendo pobre, pues no tiene voz para determinar su destino, incluso mientras los miembros del partido se enriquecen más. El estudioso subrayó mi presunción fundamental: «No confía en que el Partido tendrá capacidad para resolver los problemas que ha planteado». Es cierto. No confío en el Partido.
Guy Sorman es filósofo, periodista y autor de numerosos libros.

Guy Sorman, filósofo, periodista y autor de numerosos libros. El año del gallo. Chinos y rebeldes es su última obra, editada en España por Gota a Gota, la editorial de Faes.