Vicepresidente con madera de presidente

Ni Condolleezza Rice (secretaria de Estado con Bush), ni Rob Portman (senador por Ohio), ni Susana Martínez (gobernadora de Nuevo México) ni siquiera Marco Rubio (senador por Florida). El elegido ha sido Paul Ryan, primer congresista nominado como vicepresidente desde Geraldine Ferraro en 1984. Un halcón fiscal que no pierde la sonrisa cuando ataca duramente a Obama y le impone un presupuesto en la Cámara de Representantes que el afroamericano tiene que derribar en el Senado. Un implacable defensor de las reducciones masivas de impuestos y de cortes draconianos en los gastos públicos. Pero alguien también con una alternativa radical y razonada a la política económica de Obama en estos cuatro años. Incluso el Washington Post lo ha calificado de «político serio y probado», que combina el rigor con esa emotividad que solo una estrella puede despertar.

Se entiende la inquietud en las filas del presidente afroamericano. Solo una hora después del anuncio oficial del nombramiento, Jim Messina, director de la campaña de Obama, lanzó al ciberespacio un mensaje con un duro ataque al presidente de la Comisión de Presupuestos de la Cámara de Representantes, es decir, a Paul Ryan, calificándolo de máximo exponente del «darwinismo social». Para entender el alboroto de los medios -incluso con los Juegos Olímpicos en marcha- tal vez convenga hacer algunas observaciones sobre lo que debe, o no, ser el número dos en un ticket electoral.

Muy poco después de ser nombrado candidato a la Presidencia, decía John Kennedy: «Tengo 43 años. No moriré estando en funciones, así que la vicepresidencia significa muy poco». Es lo que le espetó a uno de sus colaboradores, enemigo acérrimo de Lyndon Johnson, al que el joven presidente acababa de nominar para la vicepresidencia. Kennedy se equivocaba, si se tienen en cuenta los balazos que tres años más tarde (1963) acabaron con su vida en Dallas.

El que en este caso hubiera acertado sería John Adams, el primer vicepresidente de la historia de Estados Unidos. Solía decir: «Soy vicepresidente, y en tanto que tal no soy nada, pero puedo llegar a serlo todo». Tenía razón, si se repara en que el apartado 1 del artículo II de la Constitución dice: «En caso de cese del cargo de presidente o de su muerte, renuncia o incapacidad para cumplir con las atribuciones y obligaciones de su cargo, éste debe recaer en el vicepresidente». Probablemente la razón por la que un presidente, instintivamente, tienda a tener lejos de sí al vicepresidente es la inquietud que produce tener cerca a una persona (hombre o mujer) cuya máxima aspiración en la vida sólo es posible si el otro muere.

La cualificación del vicepresidente para ocupar eventualmente la Presidencia era algo muy presente entre los Padres Fundadores. De acuerdo con la Carta Magna, cada uno de los miembros del Colegio Electoral tenía derecho a dos papeletas. La persona que obtuviese el número mayor de votos sería el presidente. Quien recibiese el número de votos inmediatamente inferior ocuparía el cargo de vicepresidente. Posteriormente, cambió el sistema. Pero siempre ha quedado en el trasfondo de la contienda electoral la idea de que el vicepresidente, antes que nada, ha de ser alguien competente para ocupar potencialmente la Presidencia.

Sin embargo, sus funciones constitucionales eran (y siguen siendo) tan reducidas que la figura del número dos ha sido siempre objeto de comentarios sarcásticos, incluidos los de los propios vicepresidentes. Por ejemplo, el vicepresidente Coolidge sostenía que tenía solamente dos cosas que hacer: escuchar a los senadores como presidente nato del Senado y estar atento a las alternativas de la salud del presidente. Nelson Rockefeller -vicepresidente con Gerald Ford- observó con sarcasmo que sus atribuciones se reducían a representar a Estados Unidos en los terremotos y los funerales. Thomas Marshall, vicepresidente de Wilson, solía contar esta historia: «Había una vez dos hermanos. Uno de ellos partió por mar en un largo viaje. El otro fue elegido vicepresidente. Jamás se volvió a hablar ni del uno ni del otro».

Cuando Romney se decidió por Ryan para incluirlo en su ticket electoral, una de las principales razones para hacerlo ha debido de ser su potencial competencia para el cargo de presidente. Salvo que hayan jugado en sus cálculos exclusivamente otros factores, en cuyo caso Romney sería mal presidente de Estados Unidos. John McCain buscó en Sarah Palin primordialmente el efecto mediático, prescindiendo de su cualificación como potencial presidenta. Todavía lamenta su error. No parece que sea este el caso del congresista Ryan.

No quiero decir que la elección del vicepresidente no busque en el elegido algunas cualidades, digamos de corto recorrido. Entre ellas: 1. Que no eclipse la figura del presidente; 2. Que aporte, si es posible, votos al ticket electoral, sufragios que de otro modo no lograría el candidato presidencial; 3. Que esté dispuesto a hacer el trabajo sucio, siendo el attack dog (el perro de ataque), el mordaz crítico del candidato adversario. Pero si se olvida la capacidad para ser un potencial presidente, la elección está mal hecha.

En realidad, centrándonos en los últimos vicepresidentes del siglo XX y primeros años del XXI, la vieja aspiración de que el número dos ha de aportar abundantes votos a la Presidencia solamente ha funcionado en el caso de Lyndon Johnson. Desde luego -como se demostró en cuanto ocupó la Casa Blanca tras la muerte de Kennedy- tenía madera de presidente, pero, además, Kennedy buscaba en él su capacidad para aportar al bando demócrata los votos de los delegados de Texas. Lo logró.

SIN EMBARGO, ni Bush padre (vicepresidente con Reagan), Dan Quayle (vicepresidente con el propio Bush), Al Gore (que lo fue con Clinton), Dick Cheney (con Bush hijo) o Joe Biden (con Obama), aportaron significativamente votos a las candidaturas de sus números uno. Se limitaron a ser leales, cumplir dignamente sus funciones y estar a la expectativa. De hecho, la expectativa se hizo realidad (aunque por breve tiempo) en el caso del vicepresidente Bush, al que Reagan transfirió «las obligaciones constitucionales y los poderes del cargo de presidente de Estados Unidos», durante el tiempo en que el anciano presidente permaneciera bajo los efectos de la anestesia por una operación durante su Presidencia.

¿Tiene Ryan madera de presidente? Siendo conservador de pura cepa, probablemente quien lo conozca más de cerca sea Bill Bennet, analista con larga trayectoria en la política conservadora norteamericana. Según Bennet: «Es justamente lo que el Partido Republicano necesita. Si tuviéramos que diseñar a un candidato republicano, esto es lo que buscaríamos precisamente: la juventud, el optimismo, la claridad de ideas». Si a esto se añade que ha ganado sucesivamente desde 1999 su puesto de congresista por Wisconsin, que conoce Washington como la palma de la mano y que es un hombre clave en la Cámara de Representantes por su puesto de presidente del comité de Presupuestos, se entiende que el propio Romney, al presentarlo como su compañero de ticket electoral, tuviera un lapsus al decir: «Les presento al futuro presidente de Estados Unidos de América».

Para escoger a su compañero de travesía, Romney ha seguido un sistema «metódico, estructurado y discreto» (Financial Times). Los cálculos oscilaban entre dos opciones: la carta de la seguridad (Pawlenty, Portman) o la de la audacia (Marco Rubio, Susana Martínez). Romney ha optado por un híbrido, mezcla de brillante juventud (42 años) y de ponderación política. Repárese que, si Obama mantiene a Biden, los dos aspirantes a la vicepresidencia en las elecciones de noviembre serán católicos (Ryan también lo es). Es la primera vez que esto sucede.

El anuncio del candidato a la vicepresidencia se hace en un momento difícil para Romney. Tres encuestas le dan siete puntos menos que Obama, su periplo por Oriente Próximo y Europa no ha sido especialmente afortunado, y las mujeres y la minoría afroamericana e hispana siguen firmes con Obama. Solamente hay una posibilidad: la carta económica. En esto Ryan puede ser muy útil. Esperemos a la sorpresa de octubre, esa incógnita que siempre planea sobre las elecciones presidenciales.

Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y autor de Entre la Casa Blanca y el Vaticano.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *