Vicios privados, virtudes públicas

Decía Adolfo Suárez que a veces al rey Juan Carlos había que protegerlo de sí mismo. Por lo general, aquellos que lo intentaron acabaron mal. El propio Suárez, tan sensible a la “retórica de la cordialidad”, como dijo Leopoldo Calvo-Sotelo, notó a lo largo de 1980 una creciente frialdad en el trato de quien fuera su amigo y valedor en años muy difíciles, que parecieron unir sus destinos para siempre. Las razones que deterioraron su relación hasta hacer casi imposible la convivencia institucional tienen poco que ver con las que, mucho tiempo después, empujaron a Juan Carlos I a abdicar como rey y las que, finalmente, le han llevado a abandonar España. Y no es que en tiempos de Suárez no cultivara el estilo de vida que acabó siendo su perdición. “Los reyes no hacen negocios”, le dijo Alfonso Armada, muy al principio de su reinado, después de recibir en La Zarzuela una llamada telefónica que al secretario de la Casa Real, según me contó él mismo, le pareció muy poco apropiada. En los años siguientes, los indudables servicios que prestó a España y a la democracia eclipsaron algunos comportamientos privados que hoy producen bochorno. Cuando los más escrupulosos le hacían ver lo inadecuado de esa conducta y el peligro que entrañaba para la Corona su respuesta, con estas o parecidas palabras, solía ser: “Yo tengo derecho a una vida privada”.

Vicios privados, virtudes públicas¿Era privada la vida del Rey más allá de su despacho? Sabino Fernández Campo pensó que el deslinde entre lo institucional y lo personal en la profesión de monarca era mucho menos nítido de lo que pensaba Juan Carlos I y que entre ambas esferas de su actividad existía una interrelación estrecha y peligrosa, que exigía, en su opinión, una actitud más prudente por parte de Su Majestad. No era fácil sostener entonces una interpretación tan rigorista del papel del Rey. Superada, gracias en gran parte a él, la intentona militar del 23-F y consumada la alternancia política tras el triunfo del PSOE en las elecciones de octubre de 1982, España entró en una etapa sin precedentes de estabilidad política, prosperidad económica y reconocimiento internacional. Cierto que conocidos financieros, jeques árabes y buscavidas tentaban al Rey con lucrativas ofertas, pero no parecía oportuno entrar en determinados pormenores sobre su vida particular. Que sus mayores enemigos estuvieran entonces en la extrema derecha, resentida —todavía hoy en día— por su papel en el 23-F y por sus buenas relaciones con el Gobierno de Felipe González, le daba un plus de prestigio entre la izquierda, convertida al juancarlismo durante la Transición. En 1993, Sabino Fernández Campo cesaba como jefe de la Casa del Rey, después de algunos enojosos desencuentros y cansado de predicar en el desierto. Definitivamente, proteger a don Juan Carlos de sí mismo se había convertido en una difícil tarea, que seguía consumiendo a consejeros y asesores de toda condición.

El comienzo, tres años después, del doble mandato de José María Aznar supuso un giro significativo en la relación entre la Corona y el Gobierno, mucho menos complaciente, sobre todo Aznar, con ciertos usos del Monarca que no eran del todo ajenos a la política nacional e internacional de España, como las relaciones con el mundo árabe. Desprotegido, poco a poco, del paraguas institucional desplegado sobre su vida privada, su figura se encontró cada vez más expuesta a las críticas de sus detractores y a una floreciente industria mediática levantada en torno a sus vicios privados. De todas formas, entrado el siglo XXI, sus virtudes públicas seguían gozando de un amplio reconocimiento, que bastaba, de momento, para contrarrestar las filtraciones sobre sus actividades privadas. Todavía en 2003, un historiador próximo a la izquierda, Paul Preston, titulaba El rey de un pueblo su biografía de Juan Carlos I, un libro cuya lectura produce hoy en día más de un motivo de perplejidad.

La crisis económica iniciada en 2008 dañó seriamente la imagen de la Monarquía, salpicada por el caso Urdangarin y por los aspectos más frívolos de la vida del Rey en un momento en el que las clases medias y trabajadoras y, sobre todo, las jóvenes generaciones tenían que luchar contra los efectos de la recesión. Desde el incidente del elefante en Botsuana en 2012, el Rey y sus asesores intentaron abrir un cortafuegos que detuviera el descrédito que se abatía sobre la Corona. Ni el famoso “lo siento, me he equivocado”, con el que se dirigió a los españoles, ni su abdicación dos años después fueron capaces de contener la desafección creciente de la opinión pública. Era inevitable que parte de ella se trasladara al nuevo rey, Felipe VI, por ajeno que fuera a los errores de su padre, al encarnar una institución inseparable de la continuidad histórica y sanguínea entre sus titulares. El efecto balsámico de la abdicación como ruptura con el pasado inmediato y relevo generacional —un aspecto en el que insistió el propio rey Juan Carlos al abdicar— se diluyó con nuevas revelaciones escandalosas, que finalmente han obligado al rey emérito a tomar una decisión dolorosa cargada de simbolismo. No es de extrañar su preocupación por el futuro de su legado histórico, sobre todo entre los más jóvenes. “Los menores de 40 años me recordarán solo por ser el de Corinna, el del elefante y el del maletín”, le dijo a un amigo tres semanas antes de partir a su exilio voluntario, según el testimonio recogido por este periódico.

A Juan Carlos I siempre se le ha reconocido un instinto político fuera de lo común, especialmente si recordamos sus antecedentes familiares. Ese olfato para anticiparse a los cambios de rumbo de la historia y a las necesidades de cada momento se ha interpretado a veces como una muestra de su pericia como profesional de la supervivencia, un aspecto crucial de su personalidad que se habría forjado en su juventud, en tiempos de incertidumbre y estrecheces. Esa época le marcó, para bien y para mal, más de lo que parece y dejó en él la firme determinación de hacer frente a cualquier adversidad y salir siempre adelante. Ya rey, su instinto, tantas veces infalible, le llevó a tomar decisiones de alto riesgo, como el nombramiento de Adolfo Suárez o la defensa de la legalidad el 23-F, que fueron buenas para él y para España, y a practicar una cohabitación constructiva con la izquierda que acabó con los llamados “obstáculos tradicionales” que en el pasado impidieron la consolidación de la democracia y de la paz civil. “Si mi abuelo hubiera podido hacer esto con Pablo Iglesias no habríamos tenido Guerra Civil”: tales fueron sus palabras, como meditando en voz alta, al firmar el decreto por el que nombraba a Felipe González presidente del Gobierno en diciembre de 1982. Su mayor error, en un reinado con abundantes aciertos, fue considerar que sus virtudes públicas prevalecerían siempre sobre sus vicios privados.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro 23-F: El golpe que acabó con todos los golpes (Taurus).

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