Víctimas

De cara a una inminente manifestación convocada en Madrid por la Asociación de Víctimas del Terrorismo, un conocido profesor sistematizó lo que viene siendo la doctrina oficial sobre el tema: su lugar nunca debe ser la política en cualquiera de las dimensiones de la misma. Por su propia condición carecen de imparcialidad. Fueron «heridas por un daño cruel», ya que el Estado no estaba ahí para impedirlo, y en razón de esa ausencia ha de compensarlas, material y afectivamente, de forma subsidiaria al no hacerlo quien las perjudicó. Lo mismo que en cualquier otra clase de accidente susceptible de ocurrir en la vida social. En una palabra, cobren lo que tienen que cobrar, reciban muestras de respeto y algún que otro homenaje, y déjennos en paz.

Semejante simplificación es, pues, muy útil para quitarse el problema de encima y condenar cualquier intento de participación, y menos de oposición, de las víctimas en la gestión del problema terrorista en Euskadi. Hay que decir que el presidente de alguna de las asociaciones viene haciendo todo lo posible para justificar la pertinencia de semejante exclusión, pero una conducta inadecuada puede ser objeto de reflexión y de crítica, no servir para que el tema sea resuelto de manera sumaria, injusta y con un manifiesto deje de irracionalidad.

A la vista de la argumentación antes citada, conviene empezar con una perogrullada: un muerto por un tiro en la nuca de ETA, o en su día por una bomba de los GAL, no tiene el mismo significado, más allá de la pérdida de una vida humana, que quien fallece por un accidente de automóvil. Aunque también en este caso la entidad del problema haga aconsejable la formación de asociaciones de víctimas que desde el dolor y el conocimiento exijan la búsqueda de soluciones por parte del Estado. En el terrorismo la víctima lo es por causa de una estrategia política de carácter criminal que interpela al conjunto de la sociedad, tanto a lo que llamaríamos el círculo del dolor, los familiares, amigos, compañeros de trabajo, como a quienes comparten la ideología de los verdugos, sean nazis hitlerianos o nazis abertzales, y a todos los componentes de la vida política y social, cuyos comportamientos los terroristas tratan de alterar, ejerciendo la intimidación, sembrando el miedo a efectos de provocar la pasividad, el silencio cómplice, la sensación de lo inevitable. De ahí el éxito de esa estrategia de la muerte cuando buena parte de la clase política se vuelve partidaria del sálvese quien pueda, aun cuando la realidad lo desmienta -caso de los efectos de la aplicación de la Ley de Partidos sobre ETA-, y proponga un 'diálogo' a toda costa, que para quien tenga dos dedos de frente supone como mínimo la aceptación de las reglas de juego impuestas por la banda. Y a modo de entrega adicional, el reconocimiento implícito de la licitud de un terror, al que como hacen nuestros santos obispos se incluye en el marco del sufrimiento por 'el conflicto', así como de la hegemonía absoluta de nuestra variante de nacional-socialismo en la vida de ciudades y pueblos vascos.

Las víctimas del terrorismo, sea éste abertzale o de Estado, palestino o israelí, al igual que quienes sufrieron el genocidio armenio, el holocausto judío o las matanzas de Ruanda, tienen un doble significado, humano y político, con ambas vertientes estrechamente enlazadas. Tal y como escribiera Primo Levi, nos exigen un compromiso, tantas veces olvidado por los gobiernos democráticos, de combatir tanto contra las organizaciones y las ideologías que los causaron, como contra aquéllos que por 'razón de Estado' proponen el olvido o la ya citada reducción del tema a lo económico y sentimental. Y es del todo lógico que las víctimas de primero y segundo grado traten de comunicar su experiencia, denunciar la inhumanidad con que en casos como el nuestro son tratados por sus colegas y convecinos, opinar sobre las propuestas de solución y en una situación límite, al verse envueltos en el cinismo y la mentira, como nos dice una y otra vez Pilar Ruiz, protestar hasta con el grito.

Lógicamente, no es la opción más deseable, y hay que reconocer que las víctimas aquí y ahora no lo tienen fácil. Para la política de Zapatero son pura y simplemente un estorbo político, en ese viaje a ninguna parte emprendido contra el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, contra la propia resolución del Congreso que autorizaba negociar para acabar con el terror, ignorando del todo qué quiere y cómo actúa ETA, así como el deber de informar a los ciudadanos. Ahora bien, si el PP arrancó de una posición justa de defensa de las víctimas, ha sido lamentable su insistencia en una versión del 11-M de pura intoxicación, privando de credibilidad a las críticas sobre la política vasca del Gobierno, expuestas además de forma preventiva y torpe. Nada tiene de extraño que, en el clima imperante en la política española, las asociaciones de víctimas no se hayan librado de las perturbaciones inducidas tanto por los dos grandes partidos como por el Gobierno vasco.

Todo lo sucedido sirve asimismo para ilustrar hasta qué punto el terrorismo puede no sólo intimidar, sino pervertir los procesos de formación de la opinión democrática, sobre todo si los agentes políticos contribuyen a ello. A este respecto, es altamente recomendable la lectura del excelente libro colectivo que acaba de publicar la Fundación Miguel Ángel Blanco, 'Las víctimas del terrorismo en el discurso político', en especial para lo que venimos comentando las contribuciones de Francisco Llera y de Rogelio Alonso. Es terrible pensar que una gran mayoría de españoles siguen creyendo que el 11-M se debe a la política de Aznar a favor de la guerra de Irak, al tiempo que es despreciada la significación del terrorismo islámico. Y también que las instituciones vascas sigan exhibiendo el posible papel de unos mediadores que nada saben de aquello que hablan, tienen ya tomada la posición y practican la analogía entre dos procesos claramente diferenciados.

En suma, las víctimas no pueden convertirse en órgano de decisión política, en instrumento de partido o en una especie de grupo-vanguardia. Pero tienen pleno derecho a la visibilidad, a que todos conozcan el proceso de barbarie organizada que causó su existencia, la deshumanización y la pérdida de democracia que supondría absolver (y legitimar) a los verdugos. Tienen derecho a la voz, a ser consultadas y a ejercer la crítica. Y a exigir la representación de aquéllos que fueron destruidos por el Mal y la restauración de la normalidad en las relaciones sociales que el terrorismo destruyó, siéndoles reconocida su condición de símbolos de una vida democrática, o simplemente humana.

Antonio Elorza