Víctimas con redención

A mediados de los noventa ETA comenzó a incluir un código alfanumérico para identificar las cartas de extorsión que envía. Desde entonces se calcula que han sido unos nueve mil los empresarios del País Vasco y Navarra que han recibido este tipo de misivas. La mayoría de ellos -incluido uno de los más importantes grupos económicos vascos- no ha pagado cantidad alguna, a pesar de que les han llegado repetidos avisos y amenazas y de que en ocasiones estas cartas intimidatorias han ido dirigidas a los hijos o esposas de los extorsionados.

Hay, sin embargo, un número indeterminado de empresarios que sí ha cedido a la intimidación terrorista. Son los menos, pero son suficientes para asegurar que ETA reciba cada año los casi dos millones de euros que necesita para garantizar su existencia, para cubrir gastos y mantener engrasada la maquinaria del terror.
Los últimos datos sobre la extorsión le fueron intervenidos al dirigente de ETA Francisco Javier López Peña, 'Zulos', tras su arresto en Burdeos el pasado 20 de mayo. De ser ciertos esos datos, la banda habría recibido un total de 138.000 euros procedentes de las tres empresas cuyos directivos han sido detenidos recientemente. Con esa cifra se garantiza la financiación de todas las actividades del «aparato militar» de ETA desde hoy hasta nochevieja, incluyendo -por si lo necesitan- el alquiler durante el mismo tiempo de la nave industrial de Mondragón con el zulo en el que permanecieron secuestrados Julio Iglesias Zamora y José Antonio Ortega Lara. Y todavía sobraría dinero para comprar tantas armas de fuego como las que le fueron incautadas a ETA durante el año 2007 con su munición correspondiente.

Hacer esta cuenta puede parecer algo melodramático, pero es en eso en lo que ETA se gasta el dinero de la extorsión a los empresarios. El dinero del chantaje no tiene como objetivo preferente mejorar la situación personal de 'Txeroki' para que no tenga que volver a ganarse la vida como camarero de cañas y cortados en los bares de Bilbao La Vieja. El dinero de la extorsión se gasta en sostener a ETA, en mantener a sus miembros, en comprar armamento y en perpetrar atentados.

Las personas extorsionadas son víctimas de los terroristas y la ley no les persigue por ello, pero son víctimas que compran su seguridad de la misma manera que, a principios del siglo XX, los jóvenes ricos se libraban de realizar el servicio militar y de ir a la guerra mediante la redención en metálico. En cambio, otra clase de víctimas como el ex concejal Isaías Carrasco o los guardias civiles Raúl Trapero, Fernando Centeno y Manuel Piñuel no tienen la oportunidad de decidir si pagan por su vida. Matar a Carrasco, Trapero y Centeno (ocho tiros en total) apenas sí le ha costado a ETA dos euros y medio en munición, pero alguien ha pagado esa munición y las pistolas que se emplearon en dispararla.

Hace casi tres décadas, en abril de 1980, el industrial guipuzcoano Juan Alcorta, presidente de Koipe y de Savin, removió muchas conciencias cuando difundió una carta abierta anunciando que no estaba dispuesto a ceder al chantaje etarra. «Me rebela la idea de tener que pagar para salvar la vida, de ceder al miedo absoluto de morir. No soy un héroe, no quiero serlo. Sé que con esta decisión pongo en peligro los años que me puedan quedar de vida. Pero hay algo en mi conciencia, en mi manera de ser, que prefiero cualquier cosa que ceder a un chantaje que está destruyendo a mi tierra, a mi pueblo y a mi gente», afirmaba en la misiva.
Alcorta no fue el primero en negarse a pagar -el constructor irunés José Luis Legasa Ubiría había sido asesinado el 2 de noviembre de 1978 por denunciar ante la policía francesa la extorsión etarra-, pero sí fue el primero que se atrevió a desafiar públicamente a la banda. Y lo hizo porque «ante un problema de esta naturaleza creo que hacía falta algo más que el silencio de las víctimas y la inhibición de los demás».

Veintiocho años después, el silencio de la mayoría de los empresarios-víctimas sigue siendo la norma. Lo constatan los responsables policiales que en conversaciones informales obtienen toda clase de detalles de los afectados, pero cuando se sientan a redactar una declaración oficial descubren que los empresarios se «olvidan» hasta de que han recibido cartas de extorsión. Quizás sea que tienen la memoria ocupada por el recuerdo de Isidro Usabiaga, el industrial guipuzcoano que denunció la extorsión y fue asesinado el 26 de julio de 1996, o el de José María Korta, asesinado el 8 de agosto de 2000.

La extorsión es posible no sólo por el miedo de las víctimas, sino porque existe también una red capilar en la sociedad vasca que sirve de canal para que llegue el dinero a ETA. La banda ya no opera como cuando le pidió dinero a Juan Alcorta, al que le fijó una cita para que acudiera a pagar a Francia. Ahora la víctima tiene que buscar en los ambientes de la izquierda abertzale la forma de contactar con los terroristas y hacerles llegar el dinero. Son muchas las personas que participan en esa actividad de manera ocasional y que contribuyen a que ETA se salga con la suya, personas que gracias al silencio del extorsionado quedan en la sombra y en la impunidad.

Acabar con la extorsión requiere acabar con esas redes, lo que no es posible sin la colaboración de los chantajeados, y requiere una sociedad en la que se valore más al empresario que se niega a pagar que al que cede ante la amenaza, aunque esto último no sea delictivo.

Florencio Domínguez