Víctimas de nadie

Vivimos donde elegimos vivir. No hablo del lugar, que también, de si tiene o no playa. Hablo del mundo, que es tantos como personas lo habitan. Tenemos lo que tenemos, que en general es bastante y en general nos parece poco. Leemos lo que leemos, escuchamos a quien escuchamos y nos quejamos de lo que queremos, que es de casi todo, como si el mundo se acabara ya o como si pudiera, en realidad, no hacerlo, cuando desde el Big Bang no ha hecho otra cosa que decaer, igual que nacer es enfermar y vivir es enfermar y ver una película es puntuarla para acabar cuanto antes, vaya por Dios, con su misterio, como si dar el primer bocado a una tortilla bien hecha no fuera ya añorar su falta, igual que al enamorarnos, justo antes de que el amor se tuerza, cuando la termodinámica arrasa con la poesía a golpe de exigencia y ceguera. Vivimos, decía, donde queremos, porque el mundo no es el mundo, sino nuestra relación con él; el mundo, visto en la distancia, tiende a ser más bien neutro. Poca cosa. A la vez, terrible. Y asombroso. Y predecible, como lo es la física cuando se conocen bien sus leyes, o más o menos. Ahí fuera también hay hambre, ya lo sé, como hay sueño. Hay injusticias y ausencias, persecuciones, faltas, pobreza, hay gente que nace, qué sé yo, en una favela, o en mitad de la montaña, o en un barrio de Chennai, o bajo un régimen implacable, o en un estercolero. Hay lugares donde la vida es tan barata como la muerte, lugares que en puridad nos importan lo que nos importe leer el periódico por la mañana o poner la radio en el coche de camino al trabajo, que es donde se gestan las batallas, las verdaderas, digo, las que podemos ganar y perder, las que cuentan, o a la vuelta, ya en casa, que casi nunca queda en la India, sino al alcance de nuestras cuitas y de nuestros verdaderos miedos.

Vivimos, decía, en el mundo que elegimos. Nuestra frustración tiene el tamaño exacto de nuestras exigencias; nuestra indignación, el del predicador que nos arenga de ocho a diez y media; nuestro victimismo, el de nuestra mediocridad, que a todos nos cae como una losa y ajusta como un guante. Nos echamos a la calle después de ver Braveheart y cortamos la manifa, si puede ser, a la hora de la siesta. Creemos, después de rebañar el yogur de después de la cena, que comemos poco, que la felicidad es un derecho, que lo es viajar al Nepal, ir en AVE, que nos toque sillón en el Starbucks, tener la facultad cerca. Vivimos como no vivían los reyes y jugamos a sentirnos miserables como sólo los ahítos sabemos hacerlo, los que tenemos Instagram en lugar de dudas, los que amasamos la desgracia en el vientre con imaginación y esfuerzo, enterrados por elección propia en las desgracias que la vida no tiene tiempo de regalarnos, como si no nos procurara ya las suficientes, cuando la vida es eso y para eso, para hacer de gimnasio y de circo, para ser la valla que saltar, el charco que sortear y el enigma que descifrar, para ser el león que mejora a la gacela a base de sanfermines y cuestas, porque la vida, como los documentales nos enseñan, no es exactamente un derecho, más bien una improbabilidad que malbaratar si tal es nuestra elección, nuestra inclinación o nuestro placer, que de desviaciones y desvíos, que vienen a ser lo mismo, todos sabemos lo nuestro.

Somos a quienes seguimos, a quien escuchamos, lo que alimentamos, a lo que abrimos la puerta, las gafas que nos ponemos, la enfermedad que elegimos tener cuando de algo hay que presumir, lo que decidimos contemplar, lo que creemos creer, lo que pensamos pensar y lo que imaginamos ver, cuando nuestros instrumentos ni siquiera están, según toda evidencia, del todo calibrados y nuestro cerebro se comporta, sometido a comodidad suficiente, como la máquina de sufrir que es, inútil ante la calma, venga antes o después de la tormenta. Vemos sólo lo que no está, la tiza que queda en el suelo cuando alguien levanta el cadáver, la jarra que quitan del dibujo en el juego de las siete diferencias. Amamos abroncar, silbar, patalear, lamentarnos, agitarnos, señalar a dos manos nuestro silencio, sólo nos alegra el llanto, ver nuestras profecías cumplidas. Permitir que la alegría se nos escurra de entre los dedos, simpáticos e histriónicos en el pesar, como esa gente dramática que pasaría la vida contigo, pero no mañana.

Vivimos donde decidimos, en el planeta que escogemos. Somos las lentillas que compramos, el tubo por el que miramos, el color de la ropa que nos ponemos. Jugamos a ser mártires de nadie, héroes de ninguna cosa, mariachis torturados de la nada. Todo es por fin tan igual que la menor diferencia se nos hace intolerable, comemos tantas veces al día que son los hidratos de carbono, y no su defecto, lo que nos espanta. Vivimos donde podemos, que es justo donde queremos, satisfechos de nuestras depresiones, de las que, sin embargo, nos negamos a hacernos responsables. Por puro desapego. Porque culpar a alguien de algo es nuestra victoria. Somos las lágrimas que derramamos el día de cobro, el metro que se retrasa dos minutos, la muesca en las botas nuevas, el bache a la entrada de la urbanización, el dentista que nos citó a las nueve y nos atiende a las nueve y media. Dichosos de nuestra desdicha. Plenos cuando todo se vacía y vivir se hace aburrido, amantes de nosotros mismos, guerreros orgullosos del nuevo milenio. Seguros de todo. Víctimas de nadie.

Rodrigo Cortés es cineasta y escritor.

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