Fue en la víspera del famoso comunicado de ETA del 20 de octubre que anunciaba el abandono de su actividad terrorista. Coincidí con Eguiguren en un programa televisivo y le pregunté si consideraba moralmente equiparables a las víctimas de ETA con los miembros de esa banda. Durante diez largos minutos, el peculiar presidente que tienen los socialistas vascos divagó extraordinariamente sin darme una respuesta clara a tan sencilla cuestión. Alguien, un periodista que fue testigo de esas insólitas divagaciones, propias del alumno calamitoso de viñeta al que el profe le hace la pregunta más espinosa del parvulario («¿cuántas son dos y dos?»), me reprochó: «Cómo os gusta a algunos regodearos en el fango. ¿Cómo no va a distinguir Eguiguren entre un miembro de ETA y una víctima?».
Yo no sé si Eguiguren distingue esas dos figuras o si tiene mal la vista de la conciencia. Lo que sé es que mi pregunta no era gratuita, pues todos los intentos que se han hecho de legitimar la negociación con ETA, todos los sofismas de la grotesca e insultante «Conferencia de paz» y toda la retórica calculada de la teoría del «conflicto vasco» se han basado exactamente en esa clase de miopía moral o en su fingimiento. Me hacía ese reproche aquel periodista como si esa cuestión estuviera zanjada; como si las distorsiones sobre esa cuestión no fueran el pan nuestro, viejo, duro y recalentado de cada día; como si no hubiera habido un período en el que se justificó a ETA desde la culpa franquista y hoy no se quisiera perpetuar esa culpa atribuyendo resabios de la Dictadura a nuestra Constitución y nuestro orden democrático; como si ese profesional de la información no supiera que el gran escollo que hoy se presenta para una liquidación que no sea tramposa del capítulo terrorista en España se basa en la negación que algunos pretenden de la distancia entre las víctimas y sus asesinos; como si en tal escollo no estuviera la clave de eso que ahora llamamos, pomposamente e invocando en vano a la pobre literatura, «el relato de la historia de ETA»; como si no hubiera urdida toda una estrategia «narrativa» de relativización moral para borrar los contornos de esas dos antagónicas figuras precisamente (la de quien recibió el tiro y la de quien apretó el gatillo); como si el único fango que hay de verdad no fuera el que se vierte sobre ellas con el fin de que se confundan moralmente.
Obsérvese que el reproche que me hacía el periodista, su fangosa alusión, tenía, para más y verdadero regodeo, unas pretensiones éticas. Tal reproche llevaba implícita la convicción de que lo moral es no hablar del asunto, no remover, no aclarar nada. No sé lo que pensará Eguiguren, pero sí sé dónde está el origen de esa aberración que ha consistido en borrar las distancias entre el terrorista y la víctima del terror. Y la aberración reside en un juego de prestigios ideológicos y sociales que no se circunscribe al País Vasco, sino que alcanzó su apoteosis en la España de las dos últimas y fenecidas legislaturas. La aberración está en la canonización laica de la izquierda. Si la condición izquierdista constituye la única ética respetable; si es considerada, por lo tanto, un atenuante para todo, incluido el asesinato, y si se considera un delito o al menos un defecto, una suerte de tara moral, ser de derechas, ya tenemos la respuesta. La distancia entre la víctima y su asesino no solo se ha acortado extraordinariamente, sino que incluso se subvierten las responsabilidades hasta el punto de que es la víctima la que queda moralmente situada por debajo de su asesino. Y es que «la víctima siempre es de derechas» ante una ideología que, además de criminal, se erige en depositaria de las esencias revolucionarias, paradójicamente, en base a su criminal radicalidad. Frente a ETA, todos somos de derechas, incluidos los militantes del PSOE; en todos es detectable un grado de «bastardía conservadora» reconocible por el estatus sociopolítico o por un modo convencional de vestir y, en definitiva, por la propia repugnancia a la práctica del crimen, que es identificada por la ideología etarra como «un prejuicio pequeñoburgués». La derecha deja así de significar, en esa lógica totalitaria e inquisitorial, lo que estrictamente significaba, para convertirse en un ente abominable de ficción y en una categoría subjetiva a la que cualquiera es candidato. El proceso de demonización es imparable. Esa derecha es, dentro de esa lógica, no solo el policía franquista, sino el de la Democracia —que también preservaría un orden ilegítimo como el capitalista—, el militar, el funcionario, el empresario, el cura, el político que no es de su ideología, el periodista de un diario que no sea el «Gara», el juez, el que lleva corbata, el que no lleva boina Y, por supuesto, la víctima, en virtud de su propia condición. El famoso «algo habrá hecho» puede traducirse por «algo habrá hecho de derechas». Y por esa razón, su asesinato es «menos asesinato».
A lo que asistimos, con esta tergiversación, es a uno de los múltiples efectos de ese ya viejo catón ideológico del que procedía la reciente «Educación para la Ciudadanía». Lo más grave de esa asignatura no se quedaba en la cuestión religiosa, sino que nos afectaba a todos los ciudadanos, creyentes o no creyentes. Lo más grave es que hacía un valor absoluto de la izquierda. Ese hecho es por sí mismo devastador. Si la izquierda es un valor absoluto en el escenario social y político, no cabe la derecha. De las convicciones y tópicos de esa manera de pensar surgieron en su día los cordones sanitarios al PP y surge ahora toda esa violenta y extemporánea reacción de unos sindicatos y una masa que lo aguantó todo con Zapatero. Es una paradoja que en una época que preconiza el reconocimiento de la igualdad en todos los ámbitos —la etnia, el género, la religión, la tendencia sexual—, haya quienes no estarían dispuestos a suscribir el axioma de que la derecha y la izquierda tienen la misma dignidad.
Esta es la monstruosidad del fenómeno: el rechazo a las víctimas del terrorismo o su equiparación con los terroristas es moral, o se pretende tal. Se disfraza de moral: asume el carácter, el cariz, el sentido de lo moral, como el propio reproche que me hacía el periodista por importunar a Eguiguren. Es una moral perversa, de acuerdo, pero que juega un papel simétrico a la otra —a la verdadera en el sentido universal y kantiano— en el contexto de nuestra percepción y nuestra conducta. Atribuir todas las vacilaciones y los silencios que ha habido alrededor de las víctimas al miedo es un error. Observémonos a nosotros mismos en la utilización concesiva del lenguaje, en expresiones indulgentes que «venializan» el asesinato político como esa tan extendida y frecuente de «víctimas y verdugos» en la que uno mismo ha incurrido más de una vez. Y es que un verdugo no es un terrorista. Aunque estemos en contra de la pena de muerte, no podemos negar que los Estados Unidos sean Estados de Derecho porque casi todos ellos la contemplen. Deberemos admitir que un verdugo actúa con un Estado de Derecho detrás y que llamar así a un terrorista es usar un eufemismo que lima su reprobable condición. En esa expresión están todos los fantasmas que he invocado. En esa expresión estamos concediendo mucho. Aunque no seamos Eguiguren, estamos equiparando al vulgar asesino con un feo representante de la legalidad.
Iñaki Ezquerra, escritor.