Víctimas

Carlos Martínez Gorriarán, profesor de Filosofía. Universidad del País Vasco (ABC, 31/01/05).

El reconocimiento y la solidaridad con todas las víctimas del terrorismo es uno de los ejes básicos del consenso democrático, y a excepción del nacionalismo y de IU, ha contado con el apoyo mayoritario de la opinión pública española. Atención, porque ahora también peligra esta gran conquista de la sensatez. La tensión acumulada en tantos puntos del sistema constitucional también perjudica a las víctimas. Ahora resulta que hay víctimas políticamente ejemplares a las que subvencionar y jalear y otras, partidistas y ajenas, a las que reñir o ningunear. ¿Cuándo aparece ese proceso de discriminación?: seguramente cuando las víctimas del terrorismo pasan a ser vistas como víctimas de o con partido.

La intolerable agresión a José Bono y Rosa Díez en la manifestación convocada por la AVT el pasado día 22 ha sacado a la luz ese cisma gestado hace tiempo. Sirva como indicio que el Ayuntamiento de Vitoria no ha podido inaugurar oficialmente un monumento público a todas las víctimas del terrorismo (tanto de ETA y el GRAPO como del GAL), obra de Agustín Ibarrola, por la oposición de los socialistas alaveses y algunos familiares de asesinados. La idea del monumento, terminado hace unos dos años, partió de COVITE, asociación vasca de víctimas fundada en 1989, cinco años después de la AVT. Cuando aparecieron estos colectivos no había subvenciones ni ayudas oficiales que administrar, de modo que su aparición obedeció a más motivos que los puramente asistenciales. En aquella época que parece tan remota las víctimas ni siquiera eran populares, especialmente en el País Vasco. Se les reclamaba que molestaran lo menos posible, no hicieran política y sobrellevaran discreta y resignadamente un dolor al que se atribuía alguna parte de culpa: el infamante «algo habrá hecho» que justificaba las salvajadas de ETA.

Los grupos de víctimas aparecieron precisamente para combatir el olvido, la injusticia y la difamación. Sus fines son éticos, pero también clara y elementalmente políticos, pues la defensa de las leyes y de la igualdad de derechos y obligaciones son sin duda principios políticos, y en concreto democráticos. Por eso causa asombro, cuando menos, que algunos recién llegados irrumpan en escena con exigencias de despolitización y estricta entrega a labores asistenciales. El señor Peces-Barba y la señora Manjón han reiterado estos días declaraciones en este sentido. Y se equivocan profundamente.

Las reivindicaciones de los colectivos de víctimas son pura política en el mejor sentido de esta palabra vilipendiada. Quienes los pusieron en marcha son en muchos casos parientes de personas asesinadas por sus convicciones y actividades políticas. No es, ciertamente, el caso de las víctimas del masivo y salvaje asesinato indiscriminado del 11-M, pero sucede -¿habrá que recordarlo?- que otros terroristas llevan cometidos más de mil asesinatos, la mayor parte de las veces sobre víctimas elegidas deliberadamente. Personas hostigadas y asesinadas no porque pasaran por allí, sino por lo que representaban, hacían y defendían. Es el caso de Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa o Francisco Tomás y Valiente, y de centenares de militares, policías, guardias civiles y funcionarios asesinados por representar al Estado.

Ciertamente, también fueron asesinadas algunas personas poco recomendables. Es el caso del policía Melitón Manzanas, un sádico torturador asesinado por ETA. Y el de «Argala», dirigente de ETA asesinado a su vez por el GAL. Los nombres de ambos figuran entre los centenares del monumento de Vitoria. Los socialistas alaveses rechazaron inaugurarlo porque no quieren que militantes suyos aparezcan junto a Carrero Blanco o Melitón Manzanas, y algunas víctimas de ETA rehusaban que sus deudos compartieran recuerdo con «Argala» y otras víctimas del GAL. Sin embargo, el propio Agustín Ibarrola, autor desinteresado del monumento, sufrió en persona las torturas que ahora tantos denuncian de oídas. Pero no le pareció un motivo para negar a ciertos policías de la dictadura la condición de víctimas del terrorismo que indudablemente tienen, y lo mismo piensan y pensamos muchos otros.

Debemos reconocer a todas las víctimas del terrorismo, a las queridas y a las odiadas, porque hacerlo es fundamental para mostrar la perversidad del terrorismo, su terrible historia y su amenazante presencia. Lo único que une a todas las víctimas del terrorismo sin distinción es, precisamente, el hecho de haber sido privadas de su vida en una injusticia absoluta. Por lo demás hay entre ellas diferencias de todo tipo. La que media entre la víctima azarosa y la elegida no es de las menores. Quien ha sido enviado a la muerte por defender principios democráticos -o vive amenazado por esto- merece un compromiso adicional de aquellos que se benefician de las libertades y derechos que defendió. El reconocimiento es necesario, pero no es siempre suficiente: también hay que restablecer la verdad, explicar las razones por las que estas personas fueron asesinadas, los móviles que impulsaron a sus asesinos -el odio, el fanatismo, el deseo totalitario de poder absoluto-, el peligro permanente que representan sus creencias. Lo dicho por el presidente Chirac en la inauguración del Museo del Holocausto -en el que también perecieron toda clase de personas, admirables y no tanto- es válido para nuestra historia más reciente: no hay que olvidar, no es tolerable ninguna justificación del crimen ni su negación, es obligación nuestra transmitir la verdad a nuestros hijos y nietos.

Las víctimas españolas han tenido a este respecto un comportamiento político admirable. Y digo político -no moral, ni humano, ni personal- con todas las consecuencias. Su confianza en los poderes de un Estado de Derecho que no siempre ha estado a su altura, su esperanza en la solidaridad ciudadana -tan tardía e incompleta en tantas ocasiones-, su renuncia a una venganza privada fácilmente comprensible, ha evitado que en el País Vasco, por ejemplo, apareciera una guerra intercomunitaria al estilo de la del Ulster, ese anti-modelo que tantos cínicos e idiotas citan con untuosa admiración y gran ignorancia. En fin, el señor Peces-Barba quiere decir a las víctimas que no deben dejarse manipular por el partidismo. Está muy bien, pero seguro que se lo explican mucho mejor a él veteranas como Irene Villa, Cristina Cuesta, Ana María Vidal, Conchita Martín o Consuelo Ordóñez, entre tantas otras. Son lo menos partidista que conozco y lo mejor que tenemos. Su generosidad, entereza y altruismo deberían avergonzar a ciertos protagonistas de la mezquina y desmesurada bronca montada a propósito de la manifestación del día 22. Lo suyo sí que es partidismo.