Victoria, el alma de la armonía

EL tiempo corre a favor de Tomás Luis de Victoria, quien, lejos de envejecer, rejuvenece. Cuatrocientos años han transcurrido desde su muerte en Madrid, y cada vez está más cercana la plena rehabilitación de uno de los más grandes compositores españoles de todos los tiempos. En el camino ha sido necesario vencer su propia falta de celo a la hora de reseñar con detalle las peripecias vitales, conocidas a grandes rasgos pero tan ignotas en el perfil como pueda serlo su retrato apenas apuntado por un grupo de imágenes que circulan libremente proclamando su falsedad. Contra ello y contra otros argumentos se ha batallado. En el fondo estaba el fermento de la España negra e inquisitorial, la experiencia mística y su discutible influencia en la música, particularmente en la de Victoria, y el determinismo geográfico y castellano. Y en la superficie un legado formado por once cartas, algunas copiadas por otras manos, las descriptivas dedicatorias de sus obras y, por supuesto, una música a la que también se ha pulido de falsas trascendencias. No hace demasiadas décadas que la música de Victoria se adornaba de barroquismos en lo que Manuel de Falla llamó versiones expresivas.

Asumido este bagaje, merece la pena preguntar: ¿cuál es la imagen actual de Victoria? ¿La del religioso? Más aún: ¿la del reservado y ascético creador, la del erudito hombre del Siglo de Oro, la del compositor reflexivo, la del experto organista, la del músico y capellán deambulando por Ávila, Roma y Madrid; la del hábil difusor de su obra impresa bien distribuida por catedrales y capillas; la del interesado en algún beneficio a través de las dedicatorias a Gregorio XIII, Felipe II y III; la del fiel y silencioso capellán de la emperatriz María, hija, esposa y madre de emperadores, a la que sirvió en su retiro del monasterio de las Descalzas; la del resignado cumplidor obligado a contemplar el decaer de la capital tras su cambio a Valladolid en 1601…? Está claro que, en lo que atañe a la música, la percepción de la obra de Victoria poco tiene que ver con la de alguien empeñado en devolver a la divinidad todo aquello que de ella recibía. Aunque fuera esta la razón de fondo para el impulso creativo de un autor dedicado exclusivamente al género religioso, vinculado a la fe y a la liturgia, en un momento en el que la música era parte esencial de la ceremonia y se discutía sobre los efectos que la misma pudiera ejercer en el cuerpo y el alma. Apetece creer que, en ello, tiene que ver el paso por el Colegio de San Gil, en su Ávila natal, desde donde se difundían las ideas del fundador, Ignacio de Loyola. Algunos años después, un jesuita madrileño, Juan Eusebio Nieremberg, sistematizó estos principios en «Oculta filosofía» resaltando la capacidad terapéutica de la música, «ingenio y artificio divino», para conjeturar, en buena lógica, sobre «la numerosidad, la proporción, la harmonía y la consonancia» del arte sonoro.

Esto último es importante, pues explica la obra de Victoria más allá del halo litúrgico y del humo de los cirios; convertida, si se quiere, en obra «profana», a raíz del abandono que la Iglesia ha hecho de su repertorio histórico ahora en manos de especialistas. Es así como la música se impone ante los oídos por la calidad de lo abstracto. Podría, por supuesto, alabarse el carácter madrigalista de sus responsorios, algo lógico en la inquietud de un Barroco incipiente y en un momento en el que la ópera está empezando a determinar un nuevo orden musical de insospechadas consecuencias. Incluso, muchos otros gestos que contorsionan la música de acuerdo con las inflexiones marcadas por el texto, pues es evidente que las palabras dan forma a las composiciones de Victoria, pero también que estas acaban por convertirse en pretexto para una horizontalidad meticulosa, fuertemente expresiva, contagiosamente emocionante y aparentemente estática. Lo saben muy bien aquellos que han cantado esta música y han tenido la fortuna de compartir las interioridades de la polifonía con todas las partes ayudando a construir un total de aparente sencillez mientras proponen, asumen y escuchan. El deleite de los sentidos que hoy emana del concierto o ante una grabación está fuera de toda funcionalidad.

A ello se ha llegado porque también en la música ha operado el afán sanador que invadió a otras artes, permitiendo profundizar en el taller de un compositor especialmente minucioso y perfeccionista. De manera excepcional se conservan las «Lamentaciones» de la Capilla Sixtina, que son un estadio previo a las que luego se publicaron, confirmando ligeras modificaciones en la escritura, cambios de detalle hacia la perfección de la obra. Y en ese afán por la revisión se afianza un misticismo del trabajo que justifica un legado de dimensiones prudentes. Lo forman quince ediciones con una veintena de misas, incluyendo las de réquiem y, muy especialmente, el «Officium defunctorum» de 1603, magnificats, motetes, himnos, salmos, antífonas, secuencias y letanías, con la colección para la Semana Santa, el «Officium Hebdomadae Sanctae», por primera vez no dedicado a prelado, príncipe o rey, sino a la Santísima Trinidad.

Y en el proceso por descubrir la materia de esta música se encuentra el trabajo de diversos coros ingleses cuyo estilo se fundamenta, en muchas ocasiones, en la pureza armónica, es decir en la verticalidad frente a la horizontalidad (textual) del contrapunto, y ante los que opera favorablemente un espacio vital que ha sabido mantener la tradición religiosa de la música vocal. Suenan David Hill y su coro de la catedral de Westminster, The Tallis Scholars de Peter Philips, y The Sixteen con Harry Christophers, con el añadido actual del Ensemble Plus Ultra y el australiano Michel Noone, responsable de recientes descubrimientos. A ellos se han unido últimamente, y en España, La Colombina y Schola Antiqua como reconstructores de estructuras litúrgicas, o Carlos Mena y Juan Carlos Rivera, quienes han revelado una forma distinta (y real) de interpretación en versión para voz y vihuela.

Se ha afirmado así el interés por la obra de Victoria, surgido sobre la base del trabajo teórico iniciado en el arranque del siglo XX por Felipe Pedrell, a quien luego han seguido Robert Stevenson, Samuel Rubio, Eugene Casjen Cramer, Noel O'Reagan, Daniele V. Filippi, y en estos años, Alfonso de Vicente, responsable de la edición de las «Cartas (1582-1606)». En este compendio imprescindible se concentran anhelos, solicitudes y devociones. Entre las más seguras están la de convivir en Roma cerca del reevangelizador Felipe Neri, ciudad donde Victoria compuso la mitad de su obra, a veces tocada por los afanes vanguardistas de la escritura para varios coros simultáneos. Luego, en Madrid, dejando pasar sus últimos 24 o 25 años. Así quiso que fuera. Se sabe porque poco antes de llegar a la capital, en 1586, Victoria escribió la única frase verdaderamente personal que perdura: «Echo en falta la dulce conversación de los padres, y no estoy lejos de volver a esa santa ciudad y morir en ella».

Por Alberto González Lapuente, músico y crítico.

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