Victorino Martín, leyenda

Veintinueve de septiembre de 1966, tarde de toros en la bellísima y más que centenaria plaza de Calasparra, la capital murciana del «arroz bomba»: el rejoneador Josechu Pérez de Mendoza, el primer caballista sacado a hombros por la puerta grande de Las Ventas, y los diestros Andrés Hernando, encarnación desde la pureza, y Efraín Girón, el menor de aquella mítica saga venezolana de los Girones (doce hermanos, cinco toreros), se midieron con seis toros marcados con el hierro de la A coronada de Victorino Martín, entonces nuevo pero enseguida famoso y en la actualidad legendario, con resonancias de trueno en el horizonte del campo bravo y un lugar conquistado en el español de uso común, porque «estar hecho un victorino» o «tener la casta de los victorinos» son expresiones de uso generalizado. Desde aquella fecha hasta hoy, estamos al borde del medio siglo.

Mucho tiempo, pero no tanto. Porque no es fácil conseguir eso: pasar al habla, corriendo de boca en boca. Sus toros lo han logrado al embestir con bravura y codicia, arrastrando el hocico y aun la pala de los pitones por el albero. Como «Cobradiezmos», indultado en la última Feria de Abril por Manuel Escribano, o «Belador», que se ganó la vida frente a Ortega Cano en Las Ventas el 19 de julio de 1982, los dos cosos de referencia en el planeta taurino. Para los anales han quedado la llamada corrida del siglo, con Luis Francisco Esplá, Ruiz Miguel y José Luis Palomar cuajando un pleno irrepetible, y una larga relación de astados imperecederos: «Baratero», que consagró a Andrés Vázquez, y «Granaíno», que posiblemente le siga quitando el sueño; «Cumbrerillo», hijo de «Belador», que situó en la cúspide a El Niño de la Capea. «Matador», «Gargantillo», «Muroalto» o los seis que afirmaron el magisterio de Enrique Ponce en el comienzo de su inigualable carrera; El Cid, Padilla o Víctor Mendes. Veintitrés varas tomaron en un festejo de 1969. Toros que quitan, toros que ponen.

Alcanzar esa categoría ha sido fruto de la inteligencia natural, la decisión y la constancia, del trabajo a partir de un afán de pureza. La epopeya de Victorino Martín comenzó en tierras de Salamanca el 19 de agosto de 1960, cuando la intuición y la audacia, la fe en lo que sólo él veía, le llevó a comprar la tercera parte de lo que quedaba de la estirpe de Picavea de Lesaca, al cabo de muchas venturas y desventuras lidiadas a nombre de Escudero Calvo Hermanos: en torno a cien vacas de vientre, un hato de crías y algunos machos cuajados que enfilaban hacia el irás y no volverás del matadero, operación de riesgo por la que se decidió a golpe de ojo y cuya negociación ventiló en algo así como un cuarto de hora y pocos años después rematada con la adquisición de los dos tercios restantes de aquella ganadería.

¿Y qué significó aquello? Pues lisa y sencillamente que un patrimonio ecológico de primer orden sorteaba la desaparición en beneficio de todos, aficionados o no, gracias a que un plebeyo, no un gran señor ni un magnate, había sido capaz de ponerse el mundo por montera a impulso de una intuición basada en la gramática parda, la única ciencia de verdad vigente, más acá y más allá de los saberes librescos, en el mundo rural y en los dominios del bravo, mundo ahora en crisis y dominios combatidos desde actitudes al asalto de una riqueza cultural manifiestamente entrañada en la personalidad histórica española. El catedrático de Veterinaria de la Universidad Complutense Javier Cañón lo ilustra tumbativamente cuando explica que la variabilidad genética entre las razas de cabra asiáticas y europeas apenas alcanza el cinco por ciento, mientras que la de los encastes taurinos menos diferenciados se dispara hasta el veinte.

Los saltillo albaserrada de Victorino Martín forman un encaste único, compartido con Adolfo Martín y José Escolar, y único es único, único en el mundo, sacado adelante con ingenio y audacia de situaciones muy comprometidas, con temporadas en que empresas y figuras los desdeñaban. A la vista tengo las denuncias de Navalón a raíz de la corrida lidiada en Las Ventas el 8 de septiembre de 1968: «No sé sobre qué conciencia caerá la sangre modesta de Flores Blázquez, gravemente herido por «Limpiador» al intentar pegar un natural. Sin duda nos acusarán a nosotros, a los puristas […], pero lo que es inhumano es echarles la corrida más seria del año a tres toreros que apenas han toreado…».

Toros encastados que no admiten las cosas mal hechas ni los descuidos, en 1968 el propio criador sufrió un percance serio, a punto de convertirse en mortal cuando salió en busca de uno de sus sementales, animal de nueve años, derrotado y herido por uno de sus congéneres en un pelea en la que saltaron chispas y de la que salió huido, escondido entre la maleza. Querían curarlo, pero ajeno a tan buenas intenciones el astado irrumpió desde detrás de unas carrascas, y visto y no visto asestó al ganadero siete puñaladas, convertido «en una máquina de dar cornadas». Siete para empezar, repartidas entre ambas piernas y el abdomen, e ínterin otras dos, con la fortuna de que finalmente lo arrojó al río Árrago, arrastrado por la corriente hasta que lo rescató el mayoral. «Hospiciano», que así se llamaba la prenda, murió a los tres días; Victorino tardó varios meses en recuperarse.

Y volvió a lo suyo, convencido, como diría el filósofo García Morente, de que su empeño pasaba por «la realización del reino de los valores por el esfuerzo humano». Al cabo, su trayectoria abarca medio siglo de protagonismo en la vida española, medio siglo de entrega a la Fiesta, medio siglo de consagración a la causa de una especie singular. Don Quijote sentenció «que no es un hombre más que otro si no hace más que otro». Calibradas sus virtudes en el fiel de esa noble balanza cervantina, el viejo ganadero la inclina con rotundidad del lado de los mejores entre los buenos. Personaje de leyenda.

Gonzalo Santonja, escritor.

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