Vida, aleatoriedad y responsabilidad

Si hay algún momento de nuestra existencia regido por la aleatoriedad, es aquél en el que nos conciben como seres. Es verdad que en la configuración de nuestro yo rigen las leyes de Mendel, pero también lo es que juegan con unos márgenes de probabilidad tan amplios que explican solo un poco de lo somos como personas específicas. Y aún queda por desentrañar la asignación del entorno que nos acompaña a cada uno; esto es, lo que será «nuestro mundo», en el cual la vigencia de la aleatoriedad, al menos en sus inicios, es casi absoluta.

Concepción y circunstancia orteguiana, o lo que es lo mismo, tener vida y el entorno en el que ésta se desarrolla, están fuera, hoy por hoy, del control del ser humano. Porque ninguno de nosotros tiene posibilidad alguna de decidir si quiere ser concebido o no, cómo desea serlo y en qué entorno geográfico, económico y social desea desarrollar su existencia.

Para expresar con más claridad lo que intento decir permítanme que me sirva de la alegoría de que somos producidos en una «fábrica de humanos». Nos fabrican, aunque no siempre, previo pedido, pero sin sujetarse a un plan preconcebido de encargos. Con esto quiero decir que todas las vidas surgen de un acto físico generalmente voluntario entre hombre y mujer, y que, aunque hay quienes se afanan decididamente en concebir, también los hay que reciben la sorpresa de que han generado una vida sin haberla buscado de propósito.

Pues bien, es tal la imprevisibilidad que rodea a los rasgos físicos y a las facultades intelectuales que recibe cada ser humano en el momento de su concepción que parece que hubiéramos sido «fabricados» por operarios ciegos, sordos, sin olfato, sin tacto y sin pupilas gustativas.

Por seguir con la idea de la fabricación, es como si esos operarios trabajasen en una cadena de montaje, situada en una gran nave en el firmamento, en la que hubiera dos grandes cubas. Una de ellas, con un cartel que dijera «almas» en la cual estuvieran todas mezcladas. Y la otra que rezara «cuerpos» y cuyo contenido consistiera en un amplio surtido de brazos, pies, caras, troncos, pelo, etc.

Dada su abundancia, cabe imaginar que cada amanecer, al empezar su jornada de trabajo, el jefe de los montadores de humanos oprime un botón y empieza a girar la cadena alrededor de la cuba de los cuerpos. Allí los insensibles operarios van ensamblando al tuntún troncos, extremidades y cabezas, cuidando de que sean de la misma raza, aunque, a veces, tienen que hacer algunas mezclas en atención al mestizaje de sus progenitores. Los montadores no ven los cuerpos que ensamblan, por eso aunque pudieran recibir alguna recomendación o una especificación concreta del peticionario, el resultado sigue siendo completamente fortuito.

Al salir de la cadena de ensamblaje de cuerpos, no existen controladores de calidad. Se dan por buenos tanto cuerpos de una extrema belleza y perfección, como otros menos dotados físicamente. Incluso pasa a la cadena de las almas algún que otro cuerpo plagado de defectos o deformidades, y hasta no pocos incompletos.

Cuando cada cuerpo llega al final de la cadena, lo pasan a la línea de montaje de las almas y a cada cuerpo le van insuflando un espíritu que también cogen los operarios al azar. Aunque quisieran los montadores, tampoco en esta parte del montaje podrían hacer liberalidades, porque los ensambladores de almas tampoco saben cómo son, ya que la inteligencia, la bondad, la maldad, el odio o el resentimiento no se ven. Y si bien es verdad que huelen, unas bien y otras mal, como ellos no tienen olfato, no pueden reconocer lo que insertan en cada cuerpo.

Cuando de la fase de la «concepción» se entra en los inicios de la asignación del entorno, a cada individuo, ya dotado de cuerpo y alma, le cuelgan una bolsa imaginaria al cuello y lo hacen transitar por un pasillo muy estrecho, en cuya puerta de salida hay tres espuertas llenas de monedas, cada una de ellas con su respectivo cartel: «Monedas del esfuerzo», «monedas de la facilidad» y «monedas del sufrimiento».

No se sabe la cantidad de monedas que tiene cada capazo. Pero por lo que ha venido sucediendo a lo largo de los siglos parece que el menos lleno de los tres es el de la «facilidad», siendo el contenido de los otros dos más o menos similar. Todos los humanos conformados tienen que detenerse al llegar al patio de las tres monedas y no pueden salir al departamento de envíos sin que sus bolsas estén completamente llenas. Pero no pueden tomar las que quieran, sino que hay unos brazos automáticos que cogen monedas de los tres cestos y las van tirando al aire para que caigan en las bolsas de cada ser humano. Dicen que los que tienen peor suerte son los que salen con su bolsa repleta de monedas del «esfuerzo» y el «sufrimiento». Son los que más abundan. Éstos están condenados a vivir empleando mucha fuerza física y gran vigor intelectual, y todo lo que consiguen es con padecimiento o dolor. El mundo es implacable con ellos, nada les resulta gratis y son reconocibles porque, si nos fijamos bien, se advierte que sus ojos rezuman tristeza y melancolía. Hay algunos, pero son pocos, que, además de ir bien servidos de alma y cuerpo, van cargados de monedas de la «facilidad». Estos son los más beneficiados por la aleatoriedad y la fortuna. Porque no solo recibieron un cuerpo sumamente satisfactorio, sino que les insuflaron un alma que estaba repleta de buenas calidades. Éstos hacen todo sin apenas trabajo y suelen ser envidiados por el resto.

Pues bien, si nuestra concepción y nuestra circunstancia vital están tan fuertemente determinadas por la aleatoriedad o si, como afirmó Esquilo «ni aun permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar, puede el hombre escapar a la sentencia de su destino», cabría preguntarse si se puede exigir algún tipo de responsabilidad al ser humano. La respuesta parece que debería ser negativa, al menos para la gran mayoría de nosotros. Pienso, sin embargo, que el hecho mismo de pertenecer a la humanidad implica un compromiso indeclinable con nuestros sucesores que nos obliga frente a aquélla a devolver la vida que recibimos, sea cual fuere, todo lo mejorada que podamos.

José Manuel Otero Lastres, Catedrático de Derecho Mercantil en la Universidad de Alcalá de Henares.

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