Vida sentimental de los colores

Fíjense, si aún no lo han hecho, en el predominio creciente del azul en la vestimenta de los políticos, y escribo políticos en este caso sin miedo a verme tildado de masculinismo excluyente, pues mi azul es el de los varones; del color de la ropa de las mujeres que están en política hablamos más adelante.

Tomo como referencia las páginas de este periódico de un día cualquiera, que resulta ser el pasado miércoles, 17 de octubre, aunque mi fijación en el azul preponderante es muy anterior a esta fecha y la he podido ver en otros periódicos y en las televisiones.

Este día, en la página 2 de EL PAÍS, el presidente Macron espera en las puertas del Elíseo al primer ministro croata, y lo hace con una sonrisa tal vez malévola y un conjunto de pantalón y chaqueta azul eléctrico, color que también llevan por cierto en sus uniformes quienes le acompañan, dos militares de distinta graduación.

En la página 3, Michel Barnier, gerifalte francés y en la actualidad negociador jefe europeo con Reino Unido del merdé bréxico, se mesa los cabellos portando lo que parece una chaqueta azulona de trama gruesa. En la 4, el presidente de Ucrania, Poroshenko, con traje azul marino, le da la mano en Kiev al arzobispo ortodoxo Daniel, de riguroso negro de la cabeza a los pies, mientras que en la 5, Jean-Claude Juncker habla en Bruselas con Donald Tusk, quizá sobre Italia, pero sin duda ambos con americana azul.

No les quiero agobiar con más azules detectables aunque menos vistosos en la misma edición del 17, pero sí señalar que en el primer Telediario de La 1, ese mismo día, los señores Casado, Rivera y Sánchez también iban de traje azul en las Cortes, el del presidente de muy buen corte (quizá la percha ayude).

Ya engolfado en el juego de los colores, seguí buscando dentro del periódico, hasta llegar a la sección de España: Elsa Artadi, en la primera fila de una manifestación callejera, llevaba una blusa o camisola gris, y la vicepresidenta Carmen Calvo, avanzando por un pasillo del Congreso, una chaquetilla violeta. Las mujeres siempre tienen matices para el color, y los mezclan más, algo que no solo se permiten por cierto quienes pueden pagar ropa cara sino, como es posible ver in situ o en fotos, también las más pobres campesinas de África o de India.

Me hice adulto odiando el azul, un sentimiento seguramente compartido por una buena parte de mi generación, y eso que no nacimos a tiempo de ver partir a los voluntarios de la División Azul, casi todos vencedores de la Guerra Civil, que iban a luchar contra el comunismo en Rusia, ni yo tuve profesores vestidos de Falange, aunque se decía que Adolfo Muñoz Alonso, el titular de la cátedra de Historia de la Filosofía en la Complutense, había dado clases, dos cursos antes de mi llegada a la Facultad de Letras, con camisa azul y correaje; una chica de 5º juraba haberle visto el bulto de la pistola junto al sobaco derecho.

Pero los colores cumplen años, como las personas, y cambian de aspecto, de humor y de tono. Y si no que se lo digan al azul, que antes de ser falangista fue el distintivo de un impulso de libertad anterior y posiblemente superior al del rojo.

Rafael Alberti abrió el mejor apartado de su libro de poemas A la pintura con una plegaria al Azul que contiene su memorable verso “Me enveneno de azules Tintoretto”, y cuando el gran poeta aún no había nacido en el Puerto de Santa María, Rimbaud hizo de ese color, asociado a la vocal O, el “supremo clarín de raras estridencias” (en la traducción de Antonio Martínez Sarrión), en un tiempo no muy distante de aquel en que Rubén Darío alzase con su libro primordial Azul… el estandarte del cambio modernista.

Después, Georges Bataille plasmó en Le Bleu du Ciel la extrema sexualidad gozosa y doliente, mientras el blue, asociado en el inglés a la melancolía, dio pie y nombre a esa parte esencial de la música vocal del siglo XX que son los blues. “Temo al azul porque me pone verde”, escribiría Alberti.

La política siempre ha necesitado un color, del mismo modo que los países requieren una bandera.

El siglo XX transcurrió bajo el ondear de muchas, y marcada por cuatro campos cromáticos que desbordaban patrias y fronteras: el rojo comunista, el azul del fascismo nacional sindicalista, el negro anarquista, y el blanco de la paz, cuando la había o se trataba de que la hubiera.

Alguna de esas enseñas tenía su símbolo incorporado, la hoz y el martillo, la cruz esvástica, el aguilucho imperial en la española antigua. Llevamos ahora un tiempo en que, limpio el azul de su pecado de posguerra y recobradas tal vez sus esencias soñadoras y reveladoras, nuestros ediles lo favorecen, o encuentran ellos que les favorece, aunque sigue habiendo clases, también en esto; no es lo mismo el azul liberal y centrista de los políticos que mencionamos al principio que el cobalto del impecable terno del primer ministro austriaco Sebastian Kurz, tan ribeteado de extrema derecha.

Por eso sospecho que Pablo Iglesias y la mayoría de hombres de Podemos evitan ponerse traje para evitar las connotaciones. Su azul se limita al de los pantalones vaqueros, que son no podemos decir que obreristas (ahora está el chándal) pero sí holgadamente socialdemócratas.

Hay un verso muy bello en el citado poema de Alberti: “Explosiones de azul en las alegorías”. En su libro, el poeta gaditano dedica otro al amarillo, ese color que ahora se ve tanto en Cataluña y por el que tanta palabrería se derrocha. Es un bonito color que la gente de teatro en España aborrece, por una leyenda o superstición que se remonta a Molière. Alberti traza en sus 33 breves versículos su evolución: desde su ser “un activo / cómplice de la luz contra la sombra”, pasando por el privilegio de ser verde y desnudarse, cuando llega el otoño, en amarillo, ser delicado y feliz, “—Goethe—, en estado puro”, hasta su ensombrecimiento, su lividez, “el tenso / amarillo febril de la demencia”, la “amarilla descarga”.

Los colores no tienen culpa de que los conviertan en alegorías, en consignas obligatorias, en elemento constitutivo de los más aciagos uniformes. Su historial es también glorioso, liberador, acompañando ideas de igualdad y sostenibilidad, del rosa al verde, del rojo al negro, del azul mar al azul celeste.

¿Cómo se verá en 40 años la proliferación actual del lazo amarillo? ¿Como el símbolo de una protesta legítima, como el falso envoltorio de una ilusión, o como un hechizo que apela a la confrontación? Estas palabras últimas fueron escritas en 1935 por Bataille en su extraordinaria novela El azul del cielo, en que el protagonista Henri viaja por una Europa descoyuntada y obscena, viviendo en la Barcelona de entonces un “sueño de revolución” que contiene el presagio de los desastres que pronto iban a producirse.

Vicente Molina Foix es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *