Vida y pasión de Pepín Vidal

Se acabó Pepín. Quien nunca logró que se le conociera por su nombre oficial, José Vidal Beneyto, falleció a mediados de marzo en el París en el que moraba. No a todos les sonará el nombre, amables lectores. A los que no les suene dedico estos renglones. No los pergeño porque fuera amigo mío, aunque también ello pesa. No se va ya a enterar de homenajes póstumos. Ni sabrá tampoco de la calle que ya lleva su nombre, puesta con presteza en Madrid por un alcalde que, por aquello de la ecuanimidad, lo ha compensado con el nombre de un pájaro fascistoide para otra calle. Hasta en la muerte acompañan a Pepín los fantasmas de la España de las sórdidas componendas.

Hijo de Carcaixent, nació en 1927. Aprendió un valenciano perfecto, como él dijo hace poco públicamente en Alicante, «de la llet de la meua mare». Lástima grande que no lo escribiera nunca, aunque muchos no habláramos con él otra cosa que nuestra lengua común. Hijo de naranjeros ricos, destinado a la exportación del cítrico, aprendió alemán, francés, italiano e inglés con rudimentos de otras lenguas. Se vanagloriaba como un rapaz de esas cosas. Eran como parte de sus aspiraciones cosmopolitas, que a duras penas ocultaban su ibérica condición, versión horticultura valenciana. (Nacido a dos pasos de Alzira, decía el muy internacional profesor: «I això d’Alzira, on és?») Lo mandaron a una escuela del Opus pero se emancipó del mundo ultramontano. Aprendió derecho en Valencia y Madrid, para derivar hacia Cambridge, Heidelberg y, cómo no, al Fráncfort de Theodor Adorno. Sostenía mi querido Pepín que salió de allá marxista francfortiano. Tal vez.
Demócrata convicto y confeso, nuestro héroe descubrió en sí una infinita capacidad conspiratoria contra la dictadura rancia, desarrollista y pazguata que nos atenazaba. Hombre honesto, sin un adarme de duplicidad y con escasa capacidad de secreto, logró sin embargo catalizar esfuerzos notables, como la creación madrileña de una Escuela Crítica de Ciencias Sociales, semiclandestina, cerrada por el Gobierno al declarar el estado de excepción en 1969. (Había iniciado ya contactos formales con otro proyecto semejante en Barcelona, también clausurado por el Gobierno franquista, puesto en marcha por Josep Maria Castellet, Jordi Solé Tura, Jordi Pujol y un servidor de ustedes.)

Pepín Vidal había sido el artífice de la reunión bávara de 1962 en la que intelectuales y políticos españoles decidieron unirse y preparar mejor el fin de la dictadura. Solo por haber montado el contubernio de Múnich, como bautizaron la reunión los lacayos del Generalísimo, nunca muy dados a la lírica, merecería Pepín Vidal este recuerdo. Promovió innumerables encuentros que condujeron a los pactos que al final permitieron la transición pacífica tal y como se hizo. (Hubo más violencia y muertos de lo que cuentan las crónicas, pero valga la expresión.) No era tan rico como algunos suponían, y de hecho dejó de serlo por una vicisitud personal en la que se le evaporaron muchos recursos, pero sí fue de una extraordinaria, casi alarmante, generosidad. Apoyó de su peculio docenas de aventuras, sin esperar nada más que algo de respeto por el gesto. Nadie hiciera igual.
Mantuvo siempre una ideología izquierdista muy aguda –pas d’ennemis à gauche!– que ejerció en los últimos años desde la presidencia de Le Monde Diplomatique, y también cada sábado en los últimos años en un periódico del que fue cofundador, El País. Pepín se embarcó en un programa de aportación filosófico-social y sociológica del que él esperaba mayor reconocimiento por parte de la comunidad intelectual. Si no le fue del todo concedido fue, entre otras causas, porque en este espinoso terreno su presencia como catalizador y movilizador fue lo que más percibieron quienes distribuyen parabienes, bendiciones y maldiciones. Su reconocimiento formal fue el correspondiente. Propuesto catedrático por vía extraordinaria –tras ser rechazado, como quien esto escribe, por una junta de rectores aún franquista–, fue finalmente nombrado como tal en 1982. Desde 1993 era el director del Colegio de Altos Estudios Europeos Miguel Servet, de París, y había presidido o dirigido un número considerable de institutos y centros internacionales de estudios. No caben en este modesto artículo.

Una contradicción le hizo sufrir: la que hubo entre su entrega a la movilización democrática y su protagonismo en ella –nunca encuadrado en cargos partidistas ni políticos– frente a su sed de aporte intelectual. No sé si entendió que no se puede tener todo. Sí sé que sin su buen talante el episodio de nuestra recuperación de la democracia imperfecta que ahora tenemos no hubiera sido el mismo. No es cierto que nadie sea imprescindible. Pepín lo fue. No tuvimos que inventarlo.

Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans.