Vidas cruzadas

El escritor húngaro Sándor Márai se exilió de su país natal durante el fascismo de los años veinte, sobrevivió como pudo a la invasión nazi y tuvo que huir de Hungría cuando cayó en las garras del oso comunista. Vivió y envejeció en EE.UU. y ya nunca fue quien había sido: un escritor reconocido en casi toda Europa y muy respetado en su casa, esa cosa tan difícil. Sus obras desaparecieron de las librerías, en Budapest pareció que se lo había tragado un agujero negro y él, mientras tanto, no llegó jamás a acostumbrarse a su nueva vida, lejos de la Europa que había conocido. Se suicidó pocos meses antes de la caída del Muro y el desmorone del comunismo. Había muerto su mujer, su modo de vida estaba extinto y creía que los comunistas durarían eternamente. Qué ironía, ¿no? Y no es la única. El escritor austríaco Stefan Zweig -más reconocido y aclamada su obra en vida que la de Márai- huyó de la Europa que los nazis hicieron suya con gran facilidad. Era judío, rico y un espíritu libre. Se instaló en Petrópolis, Brasil, con su mujer, pero tampoco allí pudo ser más o menos feliz. El Angst europeo iba cercándole. La cada vez mayor presencia de agentes nazis en Suramérica, la campaña bélica germana, victoria tras victoria, y los sucesivos viajes de buques de la Armada alemana a puertos brasileños, uruguayos y argentinos, provocaron en Zweig la decisión de suicidarse. La fecha: 1942. Si hubiera resistido un poco más habría contemplado la entrada en la guerra de EE.UU., la derrota del Reich y podría haber regresado a Viena o a París, a vivir tan dulcemente como sabía y enseñó desde sus libros. Pero quizá su suicidio no fue inútil. Hace años leí en los periódicos sobre un superviviente de los campos de exterminio, otro judío. Entonces era un niño y se pudo zafar a la muerte Dios sabe cómo. ¿Su nombre? Stefan Zweig, como el escritor. Recuerdo que sonreí pensando que de alguna manera misteriosa aquella muerte en Suramérica había sido el sacrificio necesario para que la vida de ese niño austríaco pudiera salvarse de la muerte en Europa. Recuerdo que en abril pasado, cuando se supo de la matanza en la universidad de Virginia, volví a pensar en todo eso.

Ese día se cruzaron las vidas de muchos con la vida de un psicópata resentido que los llevó a la muerte, pero sobre todo llamó mi atención el cruce de dos vidas concretas: la de ese mismo resentido, claro, con la de un profesor de matemáticas de origen rumano, judío también, y de nombre Livrescu. Ese hombre fue encerrado cuando era niño en un gueto rumano de donde solamente se salía en los trenes de la muerte. Pudo escapar, como escapó el joven Zweig y nunca supo, aún habiendo escapado sin que de nada le sirviera, el viejo Zweig. Luego fue detenido, interrogado, paseado por celdas y cárceles y condenado al ostracismo por el régimen comunista de Ceaucescu. Logró huir también y se instaló, como Márai, en Estados Unidos, donde se dedicó a dar clases hasta que las balas disparadas por ese demente acabaron con su vida. Nunca sabremos si Livrescu y Márai se cruzaron por la calle o se reconocieron -uno judío, el otro burgués aristocratizante- como supervivientes de la misma peste negra. Livrescu tenía en el rostro un aire al escritor Joseph Roth y Roth había sido uno de los escritores favoritos de Márai. Al viejo Márai no se le habría escapado este detalle y quizá por eso, de haberse cruzado en una avenida neoyorquina, habrían cruzado también sus miradas, con el fantasma de Roth -que también escapó, con los nazis a las puertas de París, suicidándose en su apartamento, junto a los jardines de Luxemburgo- ahí al fondo, corporeizándose entre el matemático rumano y el novelista húngaro.

Pero volvamos a los hechos de Virginia, cuando una vida que había podido sobrevivir a los dos peores regímenes políticos del sigo XX cayó abatida, en cambio, por otro régimen frecuente hoy día: la ausencia de responsabilidad personal combinada con la pulsión de muerte. Cuando empezaron a oirse los tiros Livrescu supo mejor que ninguno de esos alumnos educados entre tiros televisivos lo que iba a ocurrir. Lo había visto décadas atrás: el por qué alguien dispara, por pura rabia de disparar o por el placer de matar. Recuerdo que las crónicas contaron que Livrescu se colocó detrás de la puerta del aula, empujándola con su espalda para que no entrara el pistolero Cho Seng Hui y así consiguió que todos sus alumnos pudieran escapar por las ventanas y ninguno muriera como él. Él, que sí conocía, mejor que sus alumnos, el valor de una vida, consideró que debía sacrificar la suya por ellos. Era un hombre ejemplar y en absoluto ajeno a la presencia de Sócrates, Aristóteles o Platón, un viejo enseñante que consideraba que el sacrificio por los demás también forma parte de la enseñanza -también es enseñanza- y que la mejor enseñanza de vida es el ejemplo: el que acabó con la suya.

Todo lo contrario por supuesto a ese descerebrado al que la prensa occidental -mostrando una y otra vez sus delirantes fotografías y sus inquietantes proyectos asesinos- levantó, en aquel abril, un compulsivo panegírico de su herencia criminal. El joven pistolero odiaba al mundo y pensaba que uno es hijo de su medio y no que también uno es hijo de sí mismo. Cho Seung-hui -tan hijo de su tiempo- consideraba que el mundo le había destrozado la vida y por eso debía vengarse. «Me habéis acorralado en una esquina y me habéis dejado sólo una opción», dejó escrito. No quiso saber -cosa que sí sabía el profesor Livrescu, perseguido por nazis y comunistas- que lo verdaderamente importante no es lo que han hecho con uno, sino lo que uno hace en la vida con lo que han hecho con uno. Con lo que queda. Como en el poema de Kipling: «mirar las cosas a las que entregaste tu vida, rotas, / y agacharte y reconstruirlas con herramientas viejas». Por eso somos los hombres los responsables de nuestra manera de ser y de nuestros actos. Por eso somos libres y queremos seguir siéndolo. El profesor Livrescu lo sabía; el mimado y consentido de sí mismo Cho Seung-hui no quiso saberlo: prefirió llevarse a cuarenta por delante en una representación real de cualquier videojuego actual. Suele ocurrir. «Muero como Jesucristo», dejó escrito en su delirio. Sin poder ni siquiera sospechar que quien iba a morir como Jesucristo era el profesor Livrescu, un héroe que no es de este tiempo pero que ayuda -y de qué manera- a sobrellevarlo.

Aunque nos hayamos olvidado de él, como así ha sido a partir de abril y cruzado el ecuador del verano. Una vez enterrado, adiós Livrescu. No ha habido adiós, sin embargo, para el estudiante Cho y sus pistolas y videos y tramas narrativas sobre sus crímenes futuros. Cho era un novelista posmoderno, Livrescu -cuya vida fue su novela-, del Antiguo Régimen. La obra del primero ha resucitado en manos de psicólogos, educadores y terapeutas escolares que han buscado explicaciones a su comportamiento, como en un homenaje perverso. La del segundo ha ido llenándose de polvo ya no sabemos dónde. Es otra de las ironías de nuestro tiempo. Y mientras esas noticias -ausentes del profesor Livrescu- iban publicándose, uno volvía a acordarse de Márai, de Zweig, de Roth...

José Carlos Llop, escritor.