Vieja política posmoderna

Ahora que se acaba la legislatura no es difícil constatar que la voluntad de poner final terrorismo de ETA por medio del diálogo y la negociación sin contar con el consenso amplio que hubiera sido necesario, y la remodelación de la estructura territorial del poder en España por medio de las reformas estatutarias, también sin consenso, han sido los dos temas fundamentales que han marcado su decurso. Mucho se ha hablado y escrito al respecto, y mucho será lo que todavía queda por hablar y escribir sobre ello, pues ni ETA ha desaparecido, ni la estructura territorial del Estado ha llegado a buen puerto.

Acompañando a esas dos cuestiones fundamentales, otros temas han ido creando una atmósfera que ha caracterizado sobremanera la legislatura: el debate educativo centrado al final en la asignatura de Educación para la Ciudadanía, en torno a la cual se ha debatido sobre la aconfesionalidad el Estado y de la laicidad debida en la educación, del clericalismo y del anticlericalismo, de la influencia y el poder de la Iglesia, y del derecho, o no, del Estado a formar las conciencias de los ciudadanos, todo ello guarnecido con la memoria de la Segunda República, el tratamiento debido a las víctimas olvidadas, la legitimidad de la Transición y cuestiones derivadas. Mucho, muy confuso todo ello, dejando la impresión de una legislatura deslabazada, inconclusa, sin posibilidad de cerrar nada de lo iniciado, desorganizada, con ideas claras de lo que los gobernantes consideran reachazable, pero sin ideas, igualmente claras, del proyecto a construir.

Puesto que todo esto queda inconcluso y dará todavía mucho que hablar y que debatir, puede ser ésta una buena oportunidad para reflexionar sobre otra característica que ha aparecido con fuerza en la política española en la última legislatura. No se trata de algo específicamente español, pero, como sucede con otras tendencias, a la que se presenta en el horizonte hispano, lo hace con más fuerza y con más virulencia que en cualquier otro lugar.

Cuando una época no sabe cómo denominarse a sí misma, elige llamarse posterior a lo que supuestamente le ha antecedido. Si lo anterior a lo que vivimos ahora era la modernidad, ahora toca ser posmodernos. Aunque mejor sería recurrir a Benjamin y pensar que toda época manifiesta su verdadera naturaleza en los excesos de sus momentos finales. El rococó sería la verdad del barroco, y el posmodernismo, en ese sentido, es la verdad de la modernidad. Una verdad definida por la quiebra de los grandes proyectos: si la modernidad destruyó la posibilidad de toda tradición para construir la absoluta autonomía humana, la posmodernidad se ha creído en el deber de impedir que nada de lo que en ese camino de destrucción ha aparecido se constituya, a su vez, en otra tradición, en un gran relato, en la interpretación de la Historia total, en el sujeto trascendental que reorganiza el todo del conocimiento, en el sujeto capaz de dar sentido a la Historia, en la verdad universal.

La posmodernidad resuelve extraer las consecuencias últimas de la destrucción de tradición: el nihilismo anticipado por Nietzsche y reconvertido ahora por los pregoneros del posmodernismo en relativismo total: no hay verdad universal, no hay valor vinculante, las palabras no significan, las definiciones no valen, se celebra la tolerancia como único valor, pero dándole el sentido de la indiferencia, pues nada hay que se pueda hacer prevalecer sobre nada, dado que todo da igual. Tolerancia como total indiferencia: no tomar en serio al otro.

Lo que en este caso queda, representando el momento de la verdad definitiva de la modernidad como destrucción de tradición, es el sujeto, no el transcendental de Kant, ni el sujeto proletario como clase y como motor de la Historia a través de la lucha de clases. Tampoco el sujeto como espíritu absoluto que lo reduce todo a su propia historia de objetivaciones múltiples hasta reencontrarse en la plenitud de la autoconciencia.

No. Lo que queda es el sujeto romántico, el sujeto que romantiza todo, el sujeto para el que la realidad no existe si no es como escenario para la manifestación de sí mismo como subjetividad. La realidad no es más que ocasión para que el sujeto se pueda manifestar. Y la condición para que el sujeto mantenga pleno poder sobre su propia subjetividad, para que ésta no se enajene en ningún trozo de realidad que le pueda tomar preso, sus manifestaciones en el escenario no pueden tener consecuencias, no pueden causar realidad de ninguna clase, pues ello supondría alguna limitación de su propio ser sujeto.

El sujeto como único superviviente del naufragio total de la cultura moderna, y al mismo tiempo como causante del naufragio definitivo de la misma, pues para mantenerse en su puridad de sujeto debe apostar por la invalidación de todo lo que esté marcado por el peso de la realidad: fuera definiciones, fuera marcos normativos, fuera significados que coarten la libertad del hablante, fuera limitaciones a la voluntad del actor -en el sentido de aquel que representa algo, no en el sentido de quien ejecuta y materializa algo, de quien se enfrenta a la realidad para transformarla, y a sí mismo con ella-, fuera obstáculos al sentimiento, aquél que me permite sentirme yo mismo en mi propia subjetividad.

Lo peor que está pasando en la política española de los últimos años es la irrupción de políticos y de políticas basadas en esta concepción del sujeto romántico tan adecuadamente analizada y descrita por Carl Schmit ya en 1919. Las ideologías no valen, valen los movimientos basados en sentimientos. Los marcos normativos son todo menos normativos, pues su carácter principal debe ser su mutabilidad radical. Las leyes crispan. Los símbolos no significan, no apuntan a realidad institucional alguna. Los sentimientos están por encima de las leyes. La verdadera política es la que se basa en los sentimientos: de identidad, de pertenencia cultural, no la que se basa en derechos garantizados por leyes. Lo importante en política no es construir unidades superiores -como lo creía y defendía Ortega y Gasset-, sino diluir lo existente en cada vez más diminutas atmósferas sensitivas y sentimentales.

Y así puede suceder que alguien propugne como solución a la violencia terrorista, algo por desgracia muy real y que cuesta vidas reales, el diálogo sin límites ni condiciones, el diálogo sin reglas, sin gramática, sin semántica, sin estructuras, espacio abierto a las exudoraciones de quien habla, aunque no le pueda entender nadie y no produzca más que un monólogo sin sentido, todo lo contrario del diálogo.

Así puede suceder que el diálogo sin definción alguna, como deus ex machina, como pócima milagrosa se convierta en elemento fundamental del discurso político y en núcleo de la propaganda mediática. Hay que hablar, todo está a disposición, nada es sagrado, aunque con una salvedad: siempre quedan fuera de la prohibición de sacralización los sentimientos, las identidades, lo subjetivo, en definitiva, las creencias con tal de que no tengan ningún objeto explícitamente religioso -y por ello mucho más peligrosas, más confesionales que las religosas-.

Y con todo ello el espacio público de la política termina transformado en el escenario donde cada cual puede verter todas sus sensiblerías, todo lo que afecta a su subjetividad en cuanto tal, en el mercadeo de sentimientos que son, por definición, innegociables, la peor privatización de la política. Pero en esas estamos, y me temo que para bastante tiempo.

Joseba Arregi, ex militante del PNV y portavoz del Gobierno vasco con el lehendakari Ardanza. Es autor de los ensayos Ser nacionalista y La nación vasca posible.