Viejas naciones, ¿nuevos Estados?

El último resurgir de los nacionalismos “sin Estado” escocés y catalán evidencia una cierta obsolescencia del modelo centralizador en los Estados-nación plurales. Escocia y Cataluña son naciones autodefinidas de larga trayectoria histórica. El voluntarismo de las escuelas de pensamiento funcionalistas y marxistas ha insistido en que ambos territorios eran comunidades nacionales fallidas y se verían abocadas a desaparecer irremisiblemente, aseveraciones que han sido falseadas reiteradamente en el devenir contemporáneo. Tales naciones homogeneizadas y disueltas en sus respectivos Estados (Lenin dixit)encaran ahora un futuro plausible de independencia política. Recuérdese que para la segunda mitad de 2014 se prevé la celebración de un referéndum por la independencia en la nación caledónica, consulta asumida por el propio Gobierno conservador-liberal de David Cameron como “clarificadora” del futuro político de Reino Unido. En España, la masiva manifestación de la pasada Diada ha reafirmado la opción independentista en el Principado.

¿Cuáles serían las implicaciones de tales procesos de nueva construcción estatal para la Unión Europea y sus Estados miembros? ¿Habría efectos de emulación en otras comunidades nacionales en la Europa y hemisferio occidentales (Flandes, la recreada Padania, el País Vasco o Quebec)? ¿Cabe aventurar ulteriores fracturas territoriales y un incremento de nuevos Estados miembros en la Organización de las Naciones Unidas? Las preguntas a formular y las incógnitas a despejar implican análisis complejos, pero no por ello menos generalizables.

Escocia y Cataluña comparten rasgos económicos, políticos y análogas aspiraciones por la autonomía política. Se trata de países periféricos geográficamente, pero centrales económicamente. En su momento se adujo un atraso del fleco celta en Reino Unido (Celtic fringe) respecto al próspero y rico sureste inglés. Pero el descubrimiento y explotación del petróleo del Mar del Norte, junto a las costas orientales escocesas, coadyuvó puntualmente no solo a la prosperidad del conjunto británico, sino que fijó en el imaginario escocés la viabilidad de un país inmensamente rico como lo es su vecina Noruega, con similares yacimientos petrolíferos y características sociodemográficas. Desde los años ochenta se sigue insistiendo por los detractores económicos de la opción secesionista escocesa que las reservas del oro negro se van agotando. Empero, yacimientos más profundos descubiertos en la costa oeste de Escocia mantienen vivo los postulados nacionalistas concomitantes con el denominado sueño noruego (Norwegian dream).

Aparte de los recursos extra provistos por la explotación del petróleo del Mar del Norte, Escocia, al igual que Cataluña, muestra un considerable grado de desarrollo económico parejo al de países “soberanos” y (pos) industriales avanzados. En el caso catalán, el agravio fiscal comparativo es expresión no solo de un Principado más solidario con el resto de España en la generación y distribución de la riqueza general, sino que ha subrayado la percepción de trágalas y tratos políticos discriminatorios por parte del poder central.

La Unión de las Coronas (1603) y el Tratado de la Unión (1707) auspiciaron la génesis institucional de Reino Unido, otorgando el estatus de socio fundador a Escocia, gráficamente representado en la propia bandera de la Union Jack. Con el progresivo declive del Imperio Británico, agudizado tras las contiendas mundiales, Escocia mostró su desasosiego etnoterritorial sintiéndose relegada como mera provincia septentrional de la Albión británica. En España, durante el siglo XIX y la mayor parte del XX, la falta de articulación territorial interna persistió como el problema transversal más importante de cohesión política y social. No contribuyó a resolverlo la incongruencia en la localización de los poderes político y económico. Como ilustración, baste recordar por ejemplo que, desde la inauguración del periodo constitucional alfonsino en 1902, hasta la incorporación de Francesc Cambó y Joan Ventosa en el Gabinete central en 1917-1918, ninguno de los cerca de 200 ministros nombrados por el Gobierno central procedía de Cataluña, el territorio de mayor expansión y crecimiento económicos en la España de la época. En Escocia, el rechazo a las políticas unionistas de los conservadores británicos, agudizado durante el periodo de Margaret Thatcher (1979-1990), alcanzó su punto álgido con la no elección de ningún candidato del Tory Party en las circunscripciones escocesas en las elecciones generales de 1997 —y en contraste a una mayoría de diputados conservadores electos en Escocia en 1951—.

La mala integración contemporánea de Escocia y Cataluña en el seno de los Estados británico y español se ha manifestado en el fenómeno de la identidad dual o doble nacionalidad. Los ciudadanos escoceses y catalanes han venido autoidentificándose con diversos grados de escoticidad / catalanidad y britanicidad / españolidad. Si bien ha crecido en los últimos años su sentido de pertenencia a su territorio más próximo o primordial, aquellos que lo han hecho de una manera excluyente (“soy solo escocés / catalán”, o “soy solo británico / español”) han sido minorías, aunque numéricamente importantes en la primera de las opciones. Sociológicamente cabe pronosticar que si los ciudadanos rechazasen cualquier adscripción —por tenue que fuese— a su marco estatal (británico y español), la mayoría plebiscitaria a favor de la separación sería sólida y efectiva. Políticamente legitimaría el propósito de iniciar una nueva construcción estatal.

Naturalmente, proto-élites nacionalistas azuzan disparidades y resaltan las características propias en contraste con los intereses de las élites estatalistas, y viceversa. Es revelador que los representantes electos en las instituciones autonómicas escocesas y catalanas se autoidentifican de manera más excluyente (solo escocés, solo catalán) que la población en general, y persiguen llevar el agua a su molino independentista. Pero también lo es, por ejemplo, que los diputados escoceses en Westminster hayan sido tradicionalmente los más reacios a profundizar el autogobierno escocés en Edimburgo o que, en España, los senadores consientan la disfuncionalidad de una Cámara ajena a su especialización territorial y atrofiada como mero replicante de la Cámara de Diputados.

¿Hemos alcanzado un punto de no retorno en los procesos hacia la independencia de Escocia y Cataluña? La respuesta bien pudiera ser afirmativa, aunque el propio concepto de independencia es polisémico y hasta inconmensurable. El reflujo de la soberanía como rasgo característico del moderno Estado-nación se acrecienta en el contexto de la gobernanza multinivel de la Unión Europea. En realidad, otro efecto del crash económico de 2007 ha sido la pérdida de “soberanía” de los Estados que se ven abocados a recibir ayuda financiera comunitaria condicionada ante la tesitura de la bancarrota. Las propias comunidades autónomas —algunas con mayor vocación que otras— ejercen distintos y variables grados de independencia política. Inherente a ello es el permanente debate sobre las “competencias exclusivas”. Pero en todas ellas prima el deseo por obtener más y mejores recursos económicos a fin de instrumentalizar sus recursos de poder. En razón a ello cabe vislumbrar en Escocia y Cataluña rendimientos políticos parejos en sus procesos por la independencia. Prima en ambos casos la obtención de competencias fiscales que, bien en el caso escocés de la devo max (máxima descentralización) o del pacto fiscal catalán, se concretizarían en el establecimiento de conciertos económicos de autonomía fiscal en línea con la experiencia ya existente en el País Vasco. Ciertamente, el futuro es múltiple, indeterminado y no menos contingente.

Luis Moreno es profesor de investigación del CSIC en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (IPP-CCHS).

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