Viejos, a la cuneta

La pasada semana Albert Rivera, presidente de Ciudadanos dijo, en un acto con militantes de su partido, que se hace necesario “un proyecto para España para una década como mínimo” y que ese proyecto “sólo lo pueden encabezar aquellos que han nacido en democracia.” Sus palabras levantaron una gran polvareda. No era para menos. De ahí que el líder de Ciudadanos matizara rápidamente sus desafortunadas afirmaciones. Se trataba de apoyar, aseguró, a la joven candidata a la alcaldía de Madrid, Begoña Villacís, sin ánimo de excluir a nadie. Aun así, insistió en la necesidad de que los jóvenes lleguen a tocar poder lo antes posible, aludiendo a un relevo generacional, que muchos consideran igualmente necesario.

Las polémicas palabras de Rivera plantean, me parece, una cuestión que va más allá de la batalla por Madrid, o del mero hecho que la joven Villacís pueda ganar hoy a la vieja Aguirre, sencillamente porque una ha nacido “en democracia”–será durante, digo yo– y otra durante el franquismo. Plantean un enfrentamiento jóvenes-viejos cada vez más presente en nuestra sociedad, que a menudo esconde una discriminación encubierta pero no menos latente contra los viejos expresada de maneras muy diversas. No sólo se dirige contra los que la sociedad considera que son legalmente viejos, eso es los que han llegado a la edad de 65 años que marca la jubilación, sino contra aquellos que van camino de serlo. Pienso en las dificultades que tienen muchas personas de más de cincuenta años para encontrar trabajo, especialmente si son mujeres y en la actitud condescendiente, si no vejatoria, con que a menudo se les trata.

Las sociedades occidentales no siempre fueron gerontofóbicas. Basta recordar la importancia de los consejos de ancianos en la Grecia clásica y el valor concedido a la sabiduría y la experiencia que sólo se alcanzaban con la edad. Es cierto que entonces eran pocos los que llegaban a viejos. Ese hecho les otorgaba un prestigio que hoy ya no tienen, porque son muchas las personas que rebasan incluso las expectativas de vida cada vez más altas. Por eso también ha aumentado el uso de la palabra edadismo, término con el se hace referencia a la discriminación por edad, quizás entre nosotros más extendida que el sexismo o el racismo, aunque mucho más soterrada.

He observado en diversas ocasiones que la palabra viejo se aplica como un insulto. No hace demasiado lo pude comprobar en una discusión callejera entre un señor mayor y un chico joven sobre quién de los dos había visto primero una codiciadísima plaza de parking. Naturalmente ganó el joven que remató su aparcada victoriosa echándole en cara a su contrincante aquello que objetivamente era: viejo. Viejo significaba de labios del joven caduco, inepto, invisible, sin derechos ni posibilidades...

El joven insultador, en mi opinión mucho peor que mal educado, un ineducado, un huérfano de educación, un perfecto bárbaro, ignoraba, seguramente, que la vejez no es otra cosa que un estado al que se llega después de pasar por varias etapas y superarlas, y que ese estado tiene también sus ventajas. Tampoco se daba cuenta de que la inmensa mayoría de gente mayor es útil, utilísima. Basta mencionar la enorme ayuda que mucha ofrece a los jóvenes de sus familias con su tiempo o su dinero, aunque les cueste esfuerzos y sacrificios enormes.

Sin embargo, lo que el anónimo insultador manifestaba y, en cierto modo, también estaba implícito en las palabras de Rivera, es la concepción de que el mundo debe pertenecer a los jóvenes en exclusiva, algo potenciado hasta la saciedad por las nuevas tecnologías, que muchas personas mayores se sienten incapaces de utilizar, y sobre todo por la publicidad.

La publicidad, de la que los viejos suelen estar ausentes, es siempre un buen indicador de pautas sociales y modos de comportamiento. Se da el caso de que cuando los anuncios les incluyen es para protagonizar spots muy poco glamurosos (dentaduras postizas, compresas para “pequeñas pérdidas” urinarias), dos asuntos que inciden en la degradación que la edad comporta y que incentivan el rechazo social. Hay además otra causa de rechazo aún más peligrosa: el gasto sanitario que las personas mayores originan a la Seguridad Social. Por eso algunos les culpabilizan de la “sangría sanitaria” que la sociedad no puede permitirse, olvidando que, en muchos casos, las exiguas pensiones de los viejos, pagadas por ellos mismos a lo largo de toda una vida de trabajo, no les permitirían comprar ni el genérico de la aspirina.

Pero aún así, ignorados y/o despreciados los viejos se quejan poco y haría falta que se organizaran, se quejaran e hicieran algo más de ruido para ser tenidos un poco más en cuenta. Haría falta, quizá, una rebelión de viejos. También que hubiera organismos institucionales que lucharan con mayor coraje contra la discriminación por edad, como pasa con la discriminación por sexo o raza.

Habría que poner de moda la lucha en contra del edadismo, como lo están las luchas contra el sexismo y el racismo. Una democracia como la que deseamos la inmensa mayoría de ciudadanos del país no puede permitirse discriminar a nadie, sea viejo, joven, no tan joven o menos viejo. Nadie sobra ni podemos dejar que nadie se sienta excluido, arrinconado o en la cuneta. Habrá que fijarse muy mucho en cómo gestionan los partidos más votados hoy la cuestión del edadismo.

Carme Riera, escritora.

1 comentario


  1. ¿Me lo parece a mi o suena mal eso de "les culpabilizan de"? ¿No sería más correcto "les culpan de"?
    Me da impresión que se abusa mucho de la terminación en "izan".

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