Viéndolas venir

Cada vez que volvemos de Madrid, tras visitar a nuestros compañeros socialistas, nos embarga la misma sensación: nos parece que en la querida capital de España -si se nos permite- están viéndolas venir. Es como si se hubiera asentado el convencimiento de que el buen gobierno es cuestión de cintura y que todo consiste en tener la agilidad suficiente para dar el quiebro acertado en el momento oportuno.

La manera como se ha asumido por el PSOE lo recién ocurrido en Cataluña con nuestro tripartito de quita y pon es un buen ejemplo de esta elasticidad política. Vaya por delante el reconocimiento al valor de todas las actitudes acomodaticias: ciertamente, cuando azota el temporal, es una virtud de navegantes el saber ponerse al pairo. Pero no tener más rumbo que el antojo del viento es a todas luces imprudente. A quienes consideramos que el proyecto político catalanista que cristaliza en la Entesa es perjudicial para los intereses generales de los ciudadanos españoles -incluidos, por supuesto, los catalanes- nos preocupa constatar la falta de proyecto alternativo por parte de quienes deberían tenerlo. Desde el pragmatismo no es posible dar respuesta a los embates fuertemente ideologizados del regionalismo nacionalista. Si no existe iniciativa, ceder es cuestión de tiempo. Además, si la acción política deja de estar inspirada en un proyecto alternativo -en una pedagogía alternativa-, pasa a convertirse en mera reacción política, con lo que el círculo vicioso se alimenta.

En contra de lo que podría parecer, los partidos políticos que reeditan el tripartito lo hacen desde la plena asunción de un fuerte denominador común. No estamos ante un pacto coyuntural. La necesidad del PSC de mantener una posición de gobierno -algo fundamental para un partido tan endogámico y familiar, donde la abrumadora mayoría de la militancia activa depende del aparato para tener un puesto de trabajo- y la necesidad de ERC de contar con el PSC en su estrategia de construcción nacional -que carecería de futuro si no contase con la complicidad del «catalanismo converso montillista», en palabras de Joan Ridao- son absolutamente estructurales.

Merece la pena reflexionar sobre el argumento utilizado en Cataluña para vender la Entesa a una ciudadanía que había castigado duramente al tripartito en las urnas. Teniendo en cuenta que el adelanto de las elecciones pretendía resolver una situación insostenible, a la que se había llegado tras alcanzar el tripartito unas cotas elevadísimas de inoperancia y torpeza, ¿cómo convencer a los votantes -una vez ya habían votado, por cierto- de que la fórmula que había generado el problema serviría al mismo tiempo para resolverlo? Por fortuna para el catalanismo, cuando faltan argumentos en positivo, siempre queda Madrid. En este caso, el hecho de que el acuerdo con ERC fuera indeseable para el PSOE convirtió este pacto en el más coherente con la lógica del autogobierno: el PSC debía vincularse estrechamente a ERC para afirmar su independencia y hacer gala de ella.

Así se hizo y así lo publicitó Montilla, presentando el nuevo tripartito como una entente nacional-progresista blindada a las «injerencias externas». De este modo, los intereses generales del Estado, por un lado, y la lealtad a los compañeros socialistas del resto de España, por otro, no sólo dejaban de asumirse por el PSC como argumentos a favor de una determinada opción, sino que pasaban a convertirse en razones que justificaban decidirse por la opción contraria. Del PSOE solamente interesan los votos, lo demás sobra. No importaba, tampoco, que desde el año 2000 los intereses socialistas en buena parte de España se hayan supeditado al objetivo de lograr la Generalitat para el PSC. El sistema no funciona a la inversa: cuando la estrategia del PSC ha evidenciado su rotundo fracaso y a este partido se le ha pedido un ejercicio de responsabilidad, el PSC no se ha sentido obligado; cuando lo que está en juego es la estabilidad del Gobierno socialista español, el PSC responde que es otro partido.

Un planteamiento como el descrito supone ya de por sí una quiebra de los principios de cualquier organización federal y daña seriamente la capacidad para llevar a cabo políticas beneficiosas para el conjunto de España. Sin embargo, existe un colmo: el colmo de la asimetría. En efecto, con este modelo de relación el PSC echa al PSOE de la casa propia -PSOE go home!-, sin agradecerle los servicios prestados, pero reservándose el derecho de presentarse en la casa ajena cuando sea menester. O sin metáforas: al mismo tiempo que se impide toda posibilidad de injerencia del PSOE en la entente nacional, la capacidad de influencia del PSC en el PSOE se incrementa muy notablemente gracias a la presión ejercida como grupo territorial.

Conviene insistir en que la Entesa no es el fruto azaroso de un mal resultado electoral, sino un antiguo sueño del maragallismo, vinculado a su eterna reivindicación del grupo parlamentario propio. Es del todo seguro que el PSC apostará por la Entesa en el Congreso cuando el PSOE carezca de capacidad de reacción. Esto blindará al PSC como partido independiente, le facultará para condicionar la mayoría parlamentaria del PSOE sin que este partido pueda hacer uso de la disciplina de voto ni defender los intereses generales que se articulan a través de un grupo parlamentario común y, last but not least, le permitirá alcanzar el objetivo de la casa común del catalanismo: que en el Congreso se visualice la nación catalana como algo distinto de España y, en gran medida, separado de ella por intereses divergentes. El problema descrito, por añadidura, es extensible a otras partes de España si no se pone remedio.

Con esto último llegamos al fondo del asunto: los pasos que se están dando, de manera más o menos subrepticia, conducen hacia la consolidación de un sistema de partidos catalán separado casi enteramente del sistema de partidos español. Ignoramos si nuestros compañeros del PSOE han calibrado la gravedad de esta fragmentación del sistema político. Si desaparecen en Cataluña los partidos de ámbito estatal, desaparece con ellos el instrumento de articulación de los intereses compartidos de los catalanes con el conjunto de los españoles. Esta fragmentación política conlleva una falta de comunicación y consenso que dificultará el desenvolvimiento eficaz del Estado y el avance del conjunto de sus ciudadanos. En una situación semejante, y habida cuenta del sistema electoral español, la configuración de mayorías parlamentarias quedará supeditada a grupos políticos cuyos intereses y representatividad no superarán el ámbito regional, y ya no responderán a acuerdos ideológicos orientados al bienestar de todos los ciudadanos, sino a acuerdos decididos a partir de criterios territoriales. Y puertas adentro, los partidos catalanes empobrecerán el espacio político de su ciudadanía, reduciéndola a los límites de Cataluña, pues esta reducción artificial y negativa del demos ciudadano es lo que significa la nación catalana.

Por suerte, la amputación de horizontes y referencias vitales que supone el catalanismo, el sacrificio del rico universo de pertenencias de la ciudadanía catalana en aras del programa de construcción nacional, es un proyecto artificial que sólo es asumido plenamente por una clase política que, por razones diversas, se beneficia de ello. Pero la gran mayoría de los ciudadanos de Cataluña está por el sentido común: los intereses generales de los ciudadanos del Estado, no lo olvidemos, suelen coincidir bastante más con los intereses particulares de los catalanes que los proyectos elaborados por una casta política enrocada, ensimismada y soberana.

Ahora bien, la única manera de articular los intereses son los partidos políticos: sin partidos comunes no hay intereses comunes. De ahí que, por artificial que sea, la tendencia centrífuga apuntada no se detendrá hasta que formaciones como el PSOE, que tienen la responsabilidad de defender un proyecto común, actúen en consecuencia de una manera decidida. Somos muchos los que seguiríamos esta iniciativa, los que esperamos que en el PSOE no se queden viéndolas venir.

Pedro Gómez Carrizo, Ramón Marcos Allo y Joaquim Molins, miembros de Socialistas en Positivo, corriente crítica del PSC.