Viene el Papa

En los próximos días Benedicto XVI visitará Santiago de Compostela y Barcelona. El año Xacobeo y la Dedicación del Templo de la Sagrada Familia son ciertamente acontecimientos religiosos de la máxima importancia, como lo es la celebración en Madrid de la Jornada Mundial de la Juventud en la que también participará el Papa, en agosto del próximo año. Llama la atención en todo caso, conociendo los espaciados y muy meditados viajes de Su Santidad, su presencia en tres ciudades españolas en el plazo de tan solo unos meses. Sin entrar a valorar las razones profundas que hayan podido mover a Benedicto XVI a conceder este alto honor a nuestro país, podemos pensar que no habrán sido ajenas a los tiempos de crisis que estamos viviendo, crisis económica y social sin duda, pero sobre todo crisis de valores que afecta a cuestiones básicas y hondas que no ha terminado de resolver el sistema de relaciones sociales y culturales desarrollado por las modernas sociedades de Occidente en general y de nuestro país en particular.

Nos enseña la historia que ninguna civilización puede vivir sin un valor supremo, ni quizá sin un cierto sentido de trascendencia, y ello afecta tanto a los propios individuos como a instituciones de tanta importancia como la familia o la educación. Si la institución familiar pierde su papel tradicional, se corre el riesgo, como ha señalado recientemente Juan Manuel de Prada en las páginas de este periódico, de que el Estado Leviatán tenga la tentación de usurpar el derecho de los padres a educar a sus hijos convirtiendo la escuela en un instrumento de adoctrinamiento. Y ello en un momento en el que la educación necesita más que nunca recuperar valores fundamentales como el esfuerzo, el respeto, la libertad, la responsabilidad y la honestidad del trabajo intelectual.

Todos nos sentimos afectados, de una u otra forma, por las incertidumbres y los temores propios de una época que se ha quedado sin norte, pero son especialmente los jóvenes los que sufren en su propia carne las consecuencias materiales y morales de esa situación inquietante y, para algunos, desesperanzada. En ellos, en los jóvenes, se manifiesta con especial vitalidad y crudeza la crisis de valores de nuestros días; son ellos los que la sienten y la observan de forma especialmente dramática; buscan algo que tal vez no sepan muy bien qué es y se debaten entre seguridades inestables y dudas que no logran expresar. Por eso muchos de ellos, más de los que algunos piensan, miran al Papa de Roma en busca de las palabras de verdad y de amor que puedan dar sentido a su vida.

Nadie mejor que la Iglesia puede llenar ese vacío de trascendencia. Una Iglesia, la de hoy, que trata de ofrecer respuestas reales a problemas reales, que trata de mostrar y defender sus valores morales y cívicos con naturalidad y respeto hacia los poderes públicos y hacia las gentes de cualquier creencia o religión. No necesita de alardes excesivos ni de espectáculos innecesarios. Necesita de la serenidad y el diálogo que Benedicto XVI representa y ofrece en lo que dice y en cómo lo dice. Porque sus palabras y sus enseñanzas vienen respaldadas por la autoridad de un Papa que ha conseguido en pocos años el respeto de creyentes y no creyentes. Son muchos los jóvenes que han encontrado en él la referencia moral y cívica que tanto necesitan y de la que tan escasos estamos en estos tiempos. Ello se hizo patente cuando Benedicto XVI extendió por primera vez sus brazos a la juventud del mundo en su primer encuentro con los jóvenes, en Colonia, en 2005. Ni siquiera los más optimistas se habían atrevido a soñar con el entusiasmo que se produjo, y que hizo que aquel acontecimiento fuera decisivo para la Iglesia de Alemania. Y es que el Papa pudo sentir en su corazón no solo la alegría y el fervor de aquellos miles de jóvenes, muchos de ellos, sin duda, creyentes, pero otros simplemente curiosos e incluso distanciados de la Iglesia, sino sobre todo su ansiedad e interés por escuchar palabras nuevas y creíbles que dieran respuestas a sus dudas y a sus incertidumbres.

Se produjo allí el milagro del nacimiento de una nueva generación de jóvenes que se sentía atraída e identificada con un Papa sencillo, de talante elevado, discreto y cercano, ajeno al ruido y al espectáculo, que apela al diálogo y lo alimenta como la mejor forma de encontrar respuestas sin imposiciones ni ideologías interesadas. Es la llamada «generación Benedicto», identificada con la comunicación limpia y abierta de este Papa que predica la pastoral de la inteligencia y de la libertad con modestia, con sinceridad y con rigor. Es esa la imagen que los jóvenes han elegido como ejemplo y referencia, para crecer y desarrollarse a través del diálogo real en la fe y en los compromisos morales y cívicos que la Iglesia predica y promueve desde hace milenios.

Los jóvenes de hoy, como los de siempre, se encuentran en un proceso de búsqueda. Para ellos la vida es aún futuro; desean encontrar el camino que dé sentido a sus preocupaciones y esperanzas. En esta búsqueda del camino hacia la vida, dice el Papa, surge infaliblemente la cuestión de Dios. Hoy día con más urgencia, quizá, que en la generación anterior, a la que parecía que esa cuestión podía distraerla de dedicarse a cambiar el mundo. Algo —dice enérgicamente el Papa— que por supuesto estamos obligados a hacer con nuestras propias manos. No creo que haya muchos jóvenes que duden de que el mundo tenga que mejorar respecto al que nos encontramos actualmente. Pero hay que empezar por los cimientos, por el principio de las cosas, porque eso es lo que dará seguridad y fortaleza a todo lo que venga después. Y esos cimientos están en Dios. Los jóvenes cambiarán mejor el mundo si antes se enfrentan con naturalidad y sin reservas a la cuestión de Dios.

Son muchas las razones por las que esperamos con ansiedad la llegada a Madrid de Benedicto XVI en agosto del próximo año. Le recibiremos con gozo y con esperanza. Con el mismo gozo y con la misma esperanza con los que recibiremos a los cientos de miles de jóvenes de todo el mundo que acudan a nuestra capital en busca de las referencias morales y espirituales que les ayuden a reconocerse y orientarse en su diálogo con el mundo y con Dios. Los recibiremos con los brazos abiertos. Porque Madrid es en sí misma una ciudad abierta y generosa en la que nunca nadie se siente forastero. Los que estamos trabajando en Madrid Vivo, junto a nuestro Cardenal, a los poderes públicos y las organizaciones cívicas, ponemos todo nuestro empeño para que todos los que vengan a la capital se sientan en nuestra ciudad como en su propia casa y tengan ocasión de encontrarse con la Iglesia Viva y exigente que Benedicto XVI representa, con la Iglesia Viva y exigente que trata de purificarse y de ofrecer respuestas reales a problemas reales; de ofrecer valores sólidos y creíbles a una sociedad que no puede vivir sin un sentido de la trascendencia.

Íñigo de Oriol Ybarra, presidente de la Fundación Madrid Vivo.