Vientos de decepción

Vivimos en el viejo sueño de Aznar y Anguita: un Gobierno del PP con un PSOE inhabilitado como alternativa de Gobierno.

En 1993 Aznar, tras incorporar 2,8 millones del votos al PP, se quedó a 900.000 de alcanzar la mayoría. ¿Cómo lograrla en una España que percibía a la derecha como la heredera del franquismo? La respuesta, destruir la credibilidad del presidente y dar espacio a la “otra izquierda” minando el voto socialista. Anguita se prestó con entusiasmo y en 1996, González, acusado de inmoral por la izquierda, e ineficaz por la derecha, adelantó las elecciones. El PP aglutinó todo el voto conservador, barrió entre los jóvenes y llevó a las urnas 1,5 millones de votos más. La pinza había funcionado, pero solo para el PP. La polarización, la incapacidad de los partidos para alcanzar acuerdos de Estado, es bueno recordar, nacieron aquellos años, en los que además se agudizó la vieja confrontación entre una izquierda reformista y otra que empezaba a apostar por la ruptura institucional, tras hacer, ya entonces, un balance negativo de la Transición.

Hoy, las elecciones se ganan con la abstención de los demás. Cuando el PP volvió al Gobierno lo hizo gracias a que los socialistas mandaron a la abstención, de golpe, a 4,2 millones de sus votantes. Rajoy logró la mayoría absoluta en 2011 con apenas 500.000 votos más que en 2008, y pronto se daría cuenta de que la misma indignación que provocó la caída del PSOE podría arrebatarles el Gobierno. En las europeas de 2014, el PSOE continuó desangrándose y el PP inició una caída meteórica, perdiendo más de la mitad de sus apoyos, que ya no acababan en la abstención, sino que empezaban a traducirse en diputados de otros partidos. Y el juego cambió.

El PP fue el primero en entender que el bipartidismo se había acabado. ¿Cómo mantener el Gobierno con un tercio menos de votos, un presidente impopular y un partido acosado por la corrupción? La respuesta, que los demás aún tuvieran menos apoyos, y para lograrlo la vieja pinza tomó un nuevo sentido. Podemos y Ciudadanos persiguiendo sus legítimos intereses (de partido), el error histórico de los nacionalistas catalanes basculando la política española sobre la independencia de Catalunya, y la inestimable ayuda de los propios socialistas, hicieron el resto. Nos ha costado un año sin Gobierno, pero al PP, la pinza le ha vuelto a funcionar. Eso sí, aquel sueño de Anguita es hoy la pesadilla de Iglesias: haber logrado un impresionante espacio electoral que solo sirve para impedir que la izquierda vuelva a gobernar.

Los socialistas necesitan 2,5 millones de votos para volver a ser primera fuerza nacional. ¿Cómo competir con la derecha cuando comparte ya la misma base electoral: mayores de 55 años, clases pasivas, en entornos rurales y con la misma idea de una España nacional? ¿Cómo atraer a menores de 35 años, de clases medias urbanas, que son ya el mayor caladero electoral y, sin el cual, la izquierda nunca podrá gobernar? La respuesta no puede ser ni más PSOE, pues es exactamente lo que muchos electores ya han dejado de votar, ni tampoco más Podemos, sobre todo el Podemos de la trama.

Quizás, si los debates personales fueran menos apocalípticos, los socialistas podrían poner en valor liderazgos que ya quisieran para sí el resto de partidos. Pero me temo que el tiempo del partido como fraternidad se esfumó en una triste jornada de octubre. Quizás fuera más honesto reconocer que la sociedad española anda harta de partidos, que ninguno podrá volver a gobernar solo y se impone el diálogo. Que las fracturas generacionales y territoriales, parten a izquierdas y derechas, mientras crece el conservadurismo y el libertarismo y, sin embargo, ningún problema encuentra solución en los extremos.

Quizás el tiempo en el que los partidos encuentran respuestas puede haber pasado. Ya sabemos que el próximo presidente francés no será ni socialista ni republicano, como Trump es presidente en contra de su propio partido. Cansados de partitocracia, ¿quién puede descartar que también la sociedad española busque respuestas distintas? Hoy, los líderes de los partidos son percibidos por sus electores como provisionales, prescindibles, mientras crece de nuevo una gran bolsa de indecisos y la indignación empieza a dar paso a la decepción, menos activa, pero más profunda, mas peligrosa para la democracia.

Sí, el bipartidismo se fue, el sueño de Aznar y Anguita triunfó y lo que nos queda solo presagia más inestabilidad.

Joan Navarro es sociólogo, socio y vicepresidente de Llorente & Cuenca.

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