Viernes santo en un año apocalíptico

Precedido dos días antes por terremotos de diversa intensidad, irrumpió en Japón, el 11 de marzo, a las 14.46, un terrorífico seísmo de más de los 9 grados de la escala de Richter, que duró dos minutos, con centenares de réplicas que prosiguen todavía. Ha sido el más potente sufrido en Japón y el cuarto en todo el mundo. Hizo cimbrearse los rascacielos de Tokio (con defensas para el caso) y fue seguido por un tsunami arrollador, de montañas de agua, en la costa oriental del país, que se tragó pueblos enteros, y provocó una morgue espeluznante de quince mil cadáveres, diez mil desaparecidos y doscientos mil supervivientes sin hogar; a lo que se suman las inquietantes averías en las torres de varios reactores nucleares con escapes radiactivos terrestres y marítimos, de alcance imprevisible.

El OIEA (Organismo Internacional de la Energía Atómica) está siguiendo diariamente este proceso, al que su presidente calificó de apocalíptico, con cierta alarma general. De suyo esa palabra griega, igual a Revelación, da título al último libro de la Biblia, referido primordialmente a la Venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. Pero suele usarse también con un cierto sesgo catastrófico.

El mundo entero ha contemplado con profundo respeto, en los últimos meses, el porte sereno y la ejemplar dignidad de la Nación nipona —Emperador, Gobierno y pueblo— ante tan abrumador desastre nacional, y su estricta disciplina y plena disponibilidad, en un frente común y solidario para salir a flote de su terrible situación. Todo ello es clásico en la cultura milenaria del País del Sol Naciente, que se nutre del código moral budista-sintoísta y de cierto misticismo oriental sobre la trascendencia del ser humano.

En otro orden de cosas, ha sido este un trimestre no solo de catástrofes naturales, sino, además, de revoluciones fulminantes, de dictaduras a democracias, en varios estados del norte de África; cuyo clamor de libertad se ha contagiado a monarquías, repúblicas y emiratos árabes de la cuenca mediterránea y del Oriente medio. ¿Adónde llegaremos?

Son esas grandes sacudidas de los pueblos las que despiertan en nuestra conciencia los eternos interrogantes sobre el sentido de la vida, el misterio del mal y los porqués del sufrimiento humano; con un silencio inquietante de Dios ante esa sarta de tragedias, que nunca deberíamos interpretar como indiferencia suya por nosotros. Él pudo haber remediado todo eso rompiendo su silencio con milagros espectaculares; pero ha preferido incorporar a los hombres al tsunami de amor que provocan también las grandes desgracias.

Recordaré, para quien no la conozca, la conocida historieta de aquel vecino, creyente, tozudo y comodón, que, con la casa en llamas, se atrincheró en su piso, sin escuchar los gritos del portero, los bomberos y el conductor de una grúa, y respondió impávido a todos: «¡De aquí solo me sacará Dios!»; hasta que, devorado por las llamas, se encontró en efecto ante Dios mismo, al que se quejó de no haberle ayudado a salir. «Insensato, ¿no te he llamado yo tres veces por la voz de los que te gritaban? Anda y vete al limbo por memo».

Siguen, no obstante, presentes y operativas en el mundo las dos realidades inquietantes: el misterio del mal, del que pedimos en el Padrenuestro que nos libre Dios, vinculado al pecado de Adán, a la libertad del hombre y a la presión tentadora de Satán; y el doliente y sagrado misterio del dolor, que nos acompaña en este valle de lágrimas, hasta que, después de este destierro, como pedimos en la Salve, se nos abran las puertas de su Reino.

Con esto hemos entrado insensiblemente en la órbita y el lenguaje de la fe cristiana, porque, en los asuntos trascendentales de nuestro destino, la razón se queda a mitad de camino, sin poder descifrarnos con claridad quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos; por qué morimos y qué nos pasará después. Pero, sobre todo, por qué sufrimos, y, en especial, los niños, los pobres y las víctimas de la injusticia.

La fe no es evidencia, sino aceptación humilde del Credo de la Iglesia, que considera a los humanos inseparables del Dios-hombre, Jesucristo, quien compartió con nosotros el dolor y la injusticia; y con el que esperamos compartir nosotros su Resurrección. No serán ni el mal ni el sufrimiento los que ganen definitivamente la partida. Dios tampoco deja de la mano a los que no comparten nuestra fe, que pueden ser personas cabales y ciudadanos conspicuos, pero con el vacío interior del agnosticismo, el escepticismo o el nihilismo.

Nos urge ahora el Papa a promover un diálogo respetuoso y fraterno con los no creyentes. Y ha creado en el Consejo Pontificio para la Cultura una nueva Sección, a cargo del dinámico Cardenal Gianfranco Ravasi, denominada el Atrio de los Gentiles, evocando el del Templo de Jerusalén, para el encuentro amistoso con personas de otra o de ninguna creencia religiosa. Dicho y hecho. Ravasi ha organizado ya sendas Jornadas de alto bordo en la Universidad de Bolonia en febrero, y en la de París en marzo, con intelectuales de primera fila, seriamente comprometidos con esta Experiencia, que se anuncia ya para Estocolmo, Ginebra, Chicago, Washington y Barcelona.

¿Qué decirles, en este Viernes Santo, a los familiares desgarrados por el enterramiento de los suyos en los escombros malditos del tsunami? ¿Qué a los invadidos por las radiaciones malignas de las torres nucleares? ¿Cómo dar ánimos a quienes perdieron para siempre casa y hogar, con la desaparición absoluta de su pueblo natal? Y para los damnificados de la crisis económica mundial, ¿cómo reavivar a quienes perdieron su medio de vida y su estatus social, para bajar al de una indigencia vergonzante? ¿Y cómo abrir, finalmente, portillos de esperanza a millones de parados sin horizonte laboral?

¡Viernes Santo, en un año apocalíptico! Nadie puede pedirnos soluciones concretas para su caso, pero sí razones para vivir, y ventanas abiertas a la esperanza. Recuerdo haber leído, en un lejano Viernes Santo, que Felipe II, mientras sajaba sus carnes el cirujano, se hizo leer la Pasión de Jesucristo para soportar el dolor. Tradicionalmente, las catorce estaciones del Vía Crucis, las Siete palabras en la cruz, las Cinco llagas de su Cuerpo santo, los Misterios dolorosos del rosario y la mística plegaria Alma de Cristo han fomentado durante siglos la devoción ferviente a la Pasión del Señor.

Se nos decía que, meditándolos, consolábamos a Jesús en su sufrimiento. La buena teología lo diría más bien al revés: arrodillarnos mirando al Crucifijo, para darle gracias al Maestro, por haber compartido en todo nuestra condición humana y precisamente en lo más propio, el dolor, sufrido con y por los hombres. Jesús es uno más entre los pobres, los despreciados, los justos perseguidos; y, por consiguiente, a la recíproca, ellos son para nosotros como Él. Así lo entendía San Juan de Dios, cuando cargaba a un enfermo sobre sus hombros, como si llevase al mismo Jesucristo.

Hasta aquí la meditación de Viernes Santo, que puede proseguir el lector, y termino con dos cuartetos de los Himnos litúrgicos de Cuaresma, que marcan su sendero al creyente en el mundo en que vivimos.

El de la mañana: En tierra extraña peregrinos,/ con esperanza caminamos,/ que, si arduos son nuestros caminos,/ sabemos bien adónde vamos. Y el de la tarde: Tú eres el Dios que nos salva/ la luz que nos ilumina/ la mano que nos sostiene/ y el techo que nos cobija.

A pesar de los pesares, ¡Feliz Pascua de Resurrección!

Por Antonio Montero Moreno, arzobispo emérito de Mérida-Badajoz.

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