Vigencia de Don Antonio (1)

Hace tres meses entregué a Editorial Planeta un libro que aparecerá próximamente. Diez años de mi vida. Tiene un título largo, tanto como el texto; un centón de páginas: El Cura y los Mandarines. Cultura y política 1962-1992. Historia no oficial del Bosque de los Letrados. En él figura un relato evocador de la figura de Vicente Aleixandre, el referente por excelencia al pasado poético de una generación destrozada por la Guerra Civil. Sumaba Aleixandre, amén de una sensibilidad y educación insólita en aquellos años impregnados de cólera, una dignidad de intelectual responsable, acosado por su inequívoca homosexualidad en un mundo de machotes imperiales.

Solían visitarle todos los poetas, consagrados o por consagrar. Cualquier aspirante a versificador era recibido con respeto y benevolencia. Aún falta esa biografía de uno de los personajes más interesantes de la cultura de entonces. En el recoleto jardín de la calle Wellingtonia, a la vera de la Ciudad Universitaria, se podía encontrar a Carlos Barral y Gil de Biedma, al zamorano Claudio Rodríguez o al hirsuto gallego Valente, junto a la amplia mesnada poética madrileña. Entre ellos era muy frecuentador Pepe Esteban, luego editor y gran tertuliano. Hablamos de los años 60.

Excuso decir que Pepe Esteban, poeta y editor, militante comunista y promotor de la famosa carta que encabezó Bergamín contra las torturas en Asturias, era un habitual de la casa de Vicente Aleixandre. Con ironía castiza contaba que el siempre apocado Don Vicente, cuando sabía que venían a ponerle en el brete de una firma, que él temerariamente no negaba, solía esconderse al fondo del jardín y allí espera la introducción política y la exigencia ética. En una de aquellas conversaciones, como Esteban se refiriera a Aleixandre con un Vicente, pero sin el prólogo del “don”, uno de los presentes, dirigente comunista por más señas y dogmático hasta el límite de la expresión, le reprobó ante todos: “¡Nada de Vicente, para nosotros siempre ha de ser Don Vicente Aleixandre!”. Fue entonces cuando hombre de tan buen natural como el poeta, jodido y aislado, que asistía a la Real Academia una vez por semana porque daban un par de duros por la asistencia, dijo esta frase inmarcesible: “Esta muy bien, Esteban, lo ha dicho usted como es debido. Yo soy Vicente y Aleixandre. El único que merece el ‘don’ en la poesía española es Don Antonio Machado”.

Hace muchos años, cuando terminé mi trabajo sobre Ortega y Gasset y el franquismo – El maestro en el erial (1998)– estuve tentado por hacer una biografía de Don Antonio. No la hice, me arrugué. Le tuve miedo a Don Antonio por una razón muy simple: iba a escribir sobre un personaje del que todo el mundo cree saberlo todo y no sabemos casi nada. Detrás de Machado, incluso de los Machado en general hay un enigma; seis hermanos, incluida Cipriana que moriría a los 15 años. Bastaría referirnos a Manuel, el pobre Manuel, castigado de por vida tras el oprobio de haber escrito un poema a Franco. ¿Y qué iba a hacer, heroicos combatientes de hipotecas? ¿Esperar a que vinieran a pasearle, él, hermano masón de varios masones? Convicto y confeso de republicanismo. ¡A quién se le ocurre ir a Burgos para asistir a la onomástica de su cuñada monja, esclava del Sagrado Corazón, que a él le daba una higa pero a su esposa no! “¡Cómo no vamos a ir, Manuel!”. Y allí fue Manuel y nada menos que a Burgos el 15 de julio de 1936, a tres días de que empezara la matanza. Le tocó zona nacional.

Y así se quedó para siempre. Jorge Luis Borges y Jaime Gil de Biedma, tan distintos y tan parejos, decían que era el mejor poeta de todos los Machados, porque los Machados poetas eran tres, y en verdad que Manuel fue un gran poeta al que descubrimos todos muy tarde. Y por si fuera discretamente recorre la cultura española del primer tercio del siglo XX. Pero nada de Edad de Plata ni de Oro ni de Hojalata, sino de rencores, hambres, aislamientos y odios cainitas. Mucha Sevilla en la memoria con el patio de naranjos en Las Dueñas, la luz y la alegría, pero Campos de Castilla (1912) supura odio ancestral, de los bajos fondos de una época siniestra. ¿Edad de Plata de nuestra cultura, dicen los graciosos del birrete académico?

Don Antonio era un hombre bueno, de eso no hay duda, pero no tonto y de esto habría pruebas durante toda su vida. 63 poco también había otro Machado poeta, una singularidad poco conocida porque escribía y publicaba – Leyendas toledanas (1929)– cuando se lo permitía su insólita profesión: funcionario de prisiones. Se llamaba Francisco y llegó a dirigir la Prisión de Mujeres de Madrid hasta octubre de 1936, y debió ser tan buena persona, es decir, tan Machado, que no le mataron ni los rojos ni los franquistas. ¡Qué familia la de los Machado!

Don Antonio es como una vereda que años, apenas sin conocer mujer, que es algo que supura reiteradamente en su obra por más que trate de asumirlo y construir poemas tan hermosos como Tus ojos me recuerdan, del que hizo una versión irrepetible Paco Ibáñez, sólo comparable al Don Guido de Joan Manuel Serrat. Incluso algunos analistas muy contemporáneos no acaban de dar crédito a que su relación con Guiomar, la cursi y reaccionaria Pilar de Valderrama, no sólo fue platónica. ¡Qué idiotez! Bastaría leerla a ella y saber lo que fue su vida y añadir a eso la timidez patológica, casi kafkiana, de Don Antonio, para aventurar que no llegaron ni a tocarse.

Lo que más llama la atención de nuestros visionarios machadianos es que parece que trataran sobre un heroico personaje que recorre la historia con su sombrero bien puesto y una sonrisa entre tierna e irónica. Falso. Las mujeres no fueron su fuerte; huían de él. Recuerdo en los años 70 la frase que una amiga muy querida, Carmen Díez de Rivera, hija de marquesa y de hombre arrogante, solía decirme referido a determinados intelectuales a los que ella había conocido durante su etapa de secretaria de la reanudada Revista de Occidente: “No puedo soportar a esos viejos casposos, escasos de aseo y de lavanda, con sus trajes viejos llenos de lamparones sobre los que va cayendo la ceniza de unos cigarrillos amorcillados que ellos van aplastando sobre su chaqueta ajada”. Ella se refería sobre todo al gran Fernando Vela, personaje insólito que falleció jugando al ajedrez en el viejo café de Llanes, antiguo secretario de Ortega y Gasset, y muy parecido a nuestro Antonio Machado.

Nuestras señoritas casaderas tendían hacia los futuros estables y los caballeros con posibles. Mientras nuestra inteligencia, amén de no disponer de ninguna de ambas alternativas, huía de la limpieza, digámoslo así, lo que tampoco facilitaba los acercamientos. Nadie hace mención, por ejemplo, a que los éxitos sociales entre el personal femenino de hombres tan distintos como Ortega y Gasset y Xavier Zubiri eran inseparables de su cuidado atuendo y su inequívoco olor a caballero perfumado. Al fin y al cabo aquellos señores de edad indefinida, paseantes prolijos –a Don Antonio y a Blas Zambrano, padre de María Zambrano, casi únicas fuerzas vivas de Segovia en vísperas de la República, les denominaban “los charlotes”, porque la gente común de aquel poblachón con acueducto juzgaba que caminaban como Charles Chaplin. Iban de la pensión a la tertulia, y de la bancada de madera de la escuela y los niños apenas despiojados, a la casa de señoras con bacinilla pero sin aguamanil.

Queda mucho por contar hasta llegar a un día como hoy en Colliure, 22 de febrero, y una pensión postrera que ahora los posmodernos denominan Hotel Quintana, cuando su nombre real era Pensión Bougnol-Quintana, un chamizo de gente digna donde lo llevó en andas Corpus Barga –otro grande del periodismo, muy superior a Julio Camba o Chaves Nogales, que aún espera resurrección–. Tengo entendido que un lujoso hotel barcelonés, 75 años después, ha dado el nombre de Don Antonio a una suite. Hoy ni siquiera le dejarían pisar la moqueta “por su torpe aliño indumentario”.

Gregorio Morán

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