Vigencia de Don Antonio (y 2)

Los grandes son difíciles de clasificar, porque no son uno ni dos, sino muchos y con ángulos muy variados. ¿Qué fue Antonio Machado? ¿Poeta tradicional con tendencia al verso aconsonantado, un sevillano melancólico que nunca volvió a su tierra, una persona afable que no hacía demasiado caso a los alumnos que se burlaban de él, un cronista intelectual de una época, un pensador escéptico en un momento de creencias incontrovertibles?

Don Antonio no fue lo que se dice un hombre de suerte. La Institución Libre de Enseñanza, sus amigos, le animaron a unas oposiciones a la cátedra de Francés –igual hubiera podido ser de Griego o Geografía, porque no tenía licenciatura alguna– y en la rebatiña le salió Soria. ¡A Soria no quería ir nadie! ¿Imaginan lo que debía ser Soria capital, no digo ya provincias, en aquel imborrable 1907? Clases de francés a chavales que apenas sabían castellano. ¡ Oh, el pretérito perfecto! ¡No digamos ya el subjuntivo!

La miseria intelectual que rodea a Antonio Machado es como un relato de época. Llegar a Soria, instalarse en una pensión y conocer a una muchacha de 14 años. ¡Dejémonos de hostias: Leonor tenía 14 años! Claro que podía ser la Beatriz de Dante o la Laura de Petrarca, pero lamento recordarles que estamos en Soria, hogar y patria, mortal en el invierno y tranquila en el verano. Tampoco es Karlovy Vary. Unos años antes Pío Baroja y un grupo de amantes de la naturaleza desistieron de su afán peripatético cuando unas mesnadas de chavales, dirigidos por el cura, apedreaban a los que se acercaban a los pueblos porque se trataba de extranjeros. España es muy dura de vivir. En la Universidad de Barcelona, hacia 1911, los estudiantes –“La jarca de la universidad”– trataron de linchar –digo bien: linchar– a Rosario de Acuña, una librepensadora que había denunciado el fanatismo religioso y machista de tan benemérita institución.

Uno de los hombres más agudos de su época, poeta, escritor en ciernes, académico con inminente futuro llega a Soria y habla por primera vez –es una hipótesis más que verosímil– con una mujer que no es de la familia; una niña, hija de sargento retirado de la Guardia Civil, cuya señora lleva la pensión. De aquí nace una riquísima leyenda denominada Leonor. Cuando se casan don Antonio y la chiquilla habrán de sufrir el castigo social de una ruidosa cencerrada que les recibe a la salida de la iglesia La Mayor y que les acompañará hasta la salida del pueblo, camino de Barcelona, adonde no llegarán porque ha estallado la Semana Trágica. Se desvían a París y allí la chica tiene una hemorragia, primer síntoma de consecuencias fatales que preludia la muerte. Digamos que tuberculosis. No nos referimos a Mallarmé o Valery. Es Antonio Machado, el más importante creador poético de nuestro siglo XX, con el respeto y la anuencia de Juan Ramón Jiménez, el Grande.

De una Soria donde no está Leonor, la única mujer que debió conocer en su sentido bíblico, pasa a Baeza, “poblachón moruno”, y a Segovia luego. Don Antonio iba para empleado bancario, pero Giner de los Ríos le animó a presentarse a oposiciones, aunque no era licenciado, y ya ven, entonces los talibanes del funcionariado no eran tan poderosos como ahora y así fue tirando hasta llegar a Madrid. No es poca cosa formar parte de la Asociación en Defensa de la República, vísperas de la quiebra de la monarquía, aquel invento oportunista y tramposo que se inventaron tres golfos políticos, de talento, Ortega y Gasset –comprometido hasta las cachas con la dictadura de Primo de Rivera–, Gregorio Marañón, una especie de intermediario permanente de todo lo que oliera a poder y dinero, y Pérez de Ayala, un escritor de éxito que sobrevivía entre el alcohol, artículos de prensa, en general, deleznables y una mujer rica y paciente; inglesa, por supuesto.

Yo siempre retendré Baeza. El instituto. La descripción que hará Machado sobre aquel lugar del mapa será desoladora para cualquier intelectual con ambiciones. Pero yo quiero retener Baeza porque allí, en febrero de 1966, en pleno franquismo exultante, nadie recuerda que se le hizo, o pretendió hacer un homenaje a Don Antonio que acabó con la Guardia Civil deteniendo a centenares y cascando los autobuses de eximidos intelectuales que querían demostrar que aquello que Machado representaba no había muerto: la libertad y la dignidad del escritor sin lectores. Don Antonio fue leído como si se tratara de un fiambre; en rodajas que aparecían en Buenos Aires ( Los complementarios, 1962), las obras siempre incompletas, y algún voluntario pirata que resumía esa obra capital que es el Juan de Mairena. Todo póstumo.

A veces se me ocurre pensar si Antonio Machado fue como el gran Pessoa, hoy poeta indiscutible, que se hizo grande gracias a la despensa de manuscritos. Cuando el eminente estratega Alfonso Guerra ejercía de vicepresidente del Gobierno socialista se promocionaron una obras, debidas al gran hispanista que fue Oreste Macrì, que se presentaron si la memoria no me falla hacia 1984 –por razones de fuerza mayor las referencias de este artículo son de memoria, por lo que solicito cierta benevolencia–. Son grandiosas, cuatro tomos de miles de páginas, a falta de uno que habría de salir en poco tiempo. Inmanejables para cualquier ciudadano que pretenda leer Machado y no presentarse a oposiciones. Además faltaba una carta, aseguró el machadiano institucional del gobierno.

Es decir, que el mejor Machado es póstumo. Al final de la guerra civil hubo un interés especial por parte del grupo de Dionisio Ridruejo –soriano de pro– por recuperar a don Antonio. No tenían ni idea del personaje sino de la leyenda, y así Laín Entralgo, uno de los tipos más despreciables de nuestra cultura de posguerra, que llegó en su cobardía a no denunciar ni siquiera el asesinato de su suegro, amén de otras lindezas en libros y responsabilidades, le reprochaba unos versos sobre la España del bostezo… José Janés, un fascista de la quinta columna, asesino por delegación, llegó a acusar a Machado de aceptar la tortura. En fin, esa gama de personajes que en tiempos de borrasca, como el nuestro, salen a flote y que no se sabe si son boyas o minas, pero que se forraron con Franco “porque no les quedaba otro remedio”. Incluso aparece una supuesta invitación a Cambridge para ser lector; dudosa, tratándose de hombre que leía mal, sin conocer el inglés y manejando un francés silueteado de sevillano.

Pero hete aquí que fue el lector más atento de Kant, Immanuel, por encima de egregias figuras de las letras que habían ganado la guerra. Las reflexiones del Machado póstumo –hay dos Machados, el que nos vendieron en la posguerra y el que llegamos a conocer cuando ya teníamos callos en el culo de las hostias que nos habían dado– son impresionantes por su naturalidad, su dominio de la materia, su sensibilidad y lo que es más llamativo en profesor eventual y un tanto irregular: por su capacidad pedagógica. Uno de los tontos más soberbios de nuestra cultura adolescente, Julián Marías, filósofo y padre de la interesante tribu de Marías novelistas, músicos y ganapanes variados, llegó a escribir que Machado era un poeta interesante y un filósofo sin fondo, o algo así. Marías sénior –“Juliancico”, como escribía Ortega cuando le irritaba su zafiedad de catolicón sin agudeza– apenas conocía al Machado maduro, el que piensa, poetiza y reflexiona sobre unos años terribles de nuestra historia donde no es protagonista, apenas un peatón.

¡Es bueno que podamos acceder de nuevo, a través de La Vanguardia.com, a los numerosos artículos de su última época, cuando reside en Barcelona y publica en La Vanguardia! Tienen la altura de Robert Musil, del Thomas Mann curado del virus nacionalista. Forman parte de esa gran literatura reflexiva en plena hecatombe, escrita por hombres que están condenados a la derrota y que lo único que pueden aportar es un poco de luz a la generación que les leerá mañana. Algo tan modesto y necesario como una candela.

Gregorio Morán.

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