Violencia de segundo orden

Esperanza, Sara o Marina son algunos de los testimonios que Ramón Flecha recoge en su artículo recientemente publicado por la prestigiosa revista científica en estudios de género Violence Against Women. Leer sus relatos me devuelve al pasado pero también al presente. En 2016 buena parte de la prensa española se hizo eco de la investigación que publicamos en la misma revista. En aquel artículo exponíamos los resultados de la primera investigación sobre violencia de género en las universidades españolas. Esos resultados eran noticia por ser la primera vez que se investigaba sobre el tema. En una de las entrevistas que me hicieron recogieron mi siguiente cita “si David quiere luchar contra Goliat en el tema de violencia de género en la Universidad, que no parta de que el resto de compañeros y compañeras se pondrán del lado de la víctima”. Hoy la recupero porque esta realidad es la que hace especialmente relevante que el Parlamento Catalán aprobase el pasado mes de diciembre una modificación de ley contra la violencia machista, que incluye la violencia de segundo orden como una forma de violencia. Esa violencia de segundo orden es precisamente la que analiza en profundidad Ramón Flecha. La violencia que ha logrado durante siglos mantener el status quo, que se ha erigido como “castigo ejemplar”. Muchas de las que estamos comprometidas en la superación de la violencia de género la hemos sufrido cuando, al ser conocedoras de un caso y posicionarnos públicamente, hemos recibido amenazas o se han difundido calumnias sobre nuestra vida personal o profesional, entre otros ataques.

A raíz de la denuncia pública de casos de acoso en el Institut del Teatre se ha vuelto recurrente escuchar “muchas personas lo sabían, pero ninguna hizo nada”. Esa misma frase la escuché cientos de veces mientras llevábamos a cabo la investigación en las universidades españolas. Dice Ramón Flecha en su artículo que frente a los casos de violencia de género hay quienes apoyan a los agresores -de maneras muy diversas, algunas más sutiles que otras-, hay quienes ofrecen su apoyo y ayuda a las víctimas, y hay quienes no hacen nada. En ocasiones éstos últimos piensan que no hacer nada los y las coloca en una posición neutral, pero en violencia de género no existe esa neutralidad, “no hacer nada”, “mirar hacia otro lado”… te convierte en cómplice. Quienes ejercen la violencia conocen bien estas dinámicas. La desprotección que, hasta el momento, han sufrido aquellos y aquellas que apoyan a las víctimas ha facilitado su aislamiento.

Recientemente hemos celebrado el Día de la Mujer Trabajadora. En los últimos años, entre los actos que se llevan a cabo en las universidades, es común hablar y analizar la denominada gráfica de la tijera. Las mujeres hemos pasado a tener una mayor presencia en las aulas universitarias, como estudiantes, conforme avanzamos en el nivel de estudios (másters y doctorados) así como en la carrera profesional (asociadas, titulares, catedráticas) nuestra presencia va disminuyendo significativamente. Muchas de las explicaciones que se dan sobre esta disminución de la presencia femenina como, por ejemplo, la maternidad, son sólo una parte de la respuesta. Si no nos preguntamos cuántas mujeres abandonaron su brillante carrera en la universidad a causa del acoso directo o de segundo orden, dejamos a un lado una parte relevante del análisis.

Ahora es el turno de las comisiones de igualdad. Les toca a ellas incorporar en sus Planes de Igualdad y en sus protocolos contra el acoso en la universidad, medidas que también protejan a las víctimas de segundo orden. Con ello incrementarán la protección que ya dan a quienes están sufriendo violencia de género y darán pasos importantes para reducir la brecha que caracteriza la “gráfica de la tijera”.

Patricia Melgar Alcantud es profesora del Departamento de Pedagogía de la Universidad de Gerona.

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