Violencia y conspiración: la defensa del Estado neoliberal ante su fracaso

La madrugada del 11 de junio, pobladores prendieron fuego a una ambulancia en el municipio de Las Rosas, en el estado mexicano de Chiapas. También arrojaron piedras contra un hospital, y luego vandalizaron la alcaldía y varias casas de funcionarios municipales.

La horda estaba convencida de que el gobierno había esparcido coronavirus en la comunidad. No sabían que el propósito era fumigar, como se hace rutinariamente en esta época del año, para prevenir el dengue.

Una efervecencia similar irrumpió, durante mayo, en otras localidades de distintos estados. En Zinacantepec y Almoloya de Juárez, en Estado de México, la población se rebeló cuando efectivos de la Marina se disponían a desinfectar los pozos de agua. Las mujeres y hombres de estas comunidades no creen en su gobierno y suponen que sus funcionarios podrían participar en una conspiración orquestada para perjudicarlos.

Las comunidades fragilizadas por un poder político incapaz de proteger a sus gobernados sufren de violencia, teorías de la conspiración, vulnerabilidad e incertidumbre, que se han agudizado con la pandemia del coronavirus.

Son los ingredientes de la crisis surgida en los Estados Unidos, después del asesinato de George Floyd; son los protagonistas radioactivos después de la desaparición, tortura y muerte de Giovanni López, en Ixtlahuacán de los Membrillos, Jalisco.

El mundo entero está pagando las funestas consecuencias del Estado mínimo, heredado por el último coletazo del siglo XX. Es la crisis del Estado neoliberal, lastrado por una austeridad mal entendida, por la falta de solidaridad y por la concentración del privilegio en unas cuantas manos.

Sus premisas mantienen aún apartados a gobernantes y gobernados, al punto de suponer que la autoridad es capaz de conspirar para esparcir el COVID-19. Las tragedias de Floyd y López no son anecdóticas y serán frecuentes mientras esta generación no refunde al Estado lejos del corral conceptual del neoliberalismo.

Ante la pandemia, los Estados y los gobiernos no pudieron esconder su verdadera talla: la insuficiencia de sus instituciones, las políticas mal diseñadas, los recursos escuálidos y mal administrados, el autoritarismo y una profesión vaciada de honestidad.

Ni ellos ni los organismos internacionales han sido capaces de evitar más de 430,000 muertes y casi 8 millones de contagios provocados por el coronavirus en todo el mundo.

Importan poco las explicaciones ofrecidas, este episodio confirmó lo que muchos ya pensaban: que el poder público, en este siglo XXI, sirve de poco a las mayorías y el Estado no quiere ser refugio para la tragedia de la gente común.

En cuestiones sanitarias, la reducción dramática del financiamiento terminó cobrando una factura grande: el exceso de austeridad puso a merced del mercado la atención de aquellas personas que no tienen el patrimonio suficiente para responder a la catástrofe. En esto destaca el sistema de salud estadounidense, cuya provisión sanitaria dejó mucho que desear. Contrasta con el chino, dónde las prioridades del mercado no definen, en primer lugar, calidad ni cobertura en materia de salud.

Esta misma premisa se extiende hacia otros asuntos relevantes que, también con la pandemia, se exhibieron en cueros: la seguridad, la fiscalidad, el apoyo a la ciencia, la integración o la cohesión social.

Ante esta crisis, son cada vez más los líderes que, con instinto político, han galvanizado a sus seguidores y demonizado a sus adversarios a partir de argumentos emocionales e identitarios.

Mientras se subvierte el Estado neoliberal, nadie se salvará de ser acusado como parte de una conspiración: el gobierno, la oposición, los medios, las organizaciones sociales, los empresarios, los sindicatos, los hispanos, los judíos, todo cuanto quepa en el saco de “los otros” servirá para que el líder eluda asumir las decisiones urgentes.

Sin embargo, la teoría de la conspiración, comúnmente utilizada para trasladar responsabilidades lejos del sitio dónde se originan, no tiene propiedades infinitas. Sirve en el corto plazo porque auxilia en la consolidación de la legitimidad extraviada por la incapacidad gubernamental, pero sus propiedades son perecederas.

Mientras pasamos a otra cosa, este abuso de la inteligencia política conducirá hacia la violencia: ahí está la ambulancia destruida del hospital de Las Rosas, en Chiapas, para constatarlo, y también el policía que fue incendiado durante las marchas en Guadalajara.

La violencia tiene hoy como principal responsable a quien, con sus discursos cargados de conspiraciones y descalificaciones, ha encendido el ardor de seguidores y adversarios.

La violencia y la teoría de la conspiración son dos lados de una misma moneda que, en estos tiempos inciertos, los demagogos arrojan a una población que se sabe vulnerable.

A partir de de este 2020, la humanidad tendrá que aprender a vivir con la incertidumbre sembrada por los distintos virus que son letales para nuestra especie, y que no detendrán su carrera evolutiva.

Los gobiernos no podrán contra la incertidumbre a menos de que controlen aquello que sí está a su alcance. Les corresponderá atenuar la emergencia proveyendo, mediante los impuestos generales, un número suficiente de camas hospitalarias, medicamentos, plazas bien pagadas para las personas que trabajan en el sector de la salud; les tocará también emprender medidas eficaces para prevenir las enfermedades.

En el mediano plazo, la ausencia de un gobierno capaz de lidiar con temas tan humanamente sensibles como la salud, solo puede resolverse con la presencia de un Estado capaz de gestionar, con políticas e instituciones eficaces, el territorio amenazado.

Ricardo Raphael es periodista, académico y escritor mexicano. Su libro más reciente es 'Hijo de la guerra’.

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